Del amor, la soledad



La noche crece y entristece. Han llegado las siete y es su hora. Uno a uno se ubican a su lado. Dos médicos, una enfermera, una sobrina de lejos y un joven que la acompañaba de a ratitos.

Cada tanto el asilo se pone así, algo otoñal y sugestivo, y cada uno de nosotros parece recobrar la memoria de lo que es, y se lo vuelve a preguntar.

Una expresión sobria rodea sus ojos cerrados.
Sobraba edad para esta viejita. Sobraban soledades y esperas, y con tanta vida también podría decirse que le han sobrado años.
Aunque yo no lo creo. Fue mi única amiga en esta última etapa y estoy agradecida que la tuve. Ella también me lo ha correspondido, muchas veces.
Ahora me he quedado algo vacía y sé que voy a extrañarla muchísimo, pero no puedo ser egoísta, y debo decir que igualmente me siento muy feliz por ella.
Ha vivido años muy largos, paciente y sufriendo.
Primero una pérdida, luego la otra.
Primero al hombre que amaba, luego a su querida hermana.
Decir si tuvo o no tuvo familia, en su caso es lo mismo.
Todo la fue dejando sola.

Al él, ya nunca lo quiso encontrar. Pudo más su amor propio.

A ella sí, y ha llegado el tiempo.

Mucho me ha contado de cuanto se quisieron y lo que se extrañaron. De cuando eran niñas, de sus planes juntas, de algunos pequeños logros y tantísimas pérdidas, y también, por supuesto, de la separación, demasiado cruda y dolorosamente tierna a la vez.
Con esos relatos, a los que la lentitud y parquedad de su voz no les quitaba encanto, viajábamos juntas hacia sus primeros años, a su precaria adolescencia y a su pronta juventud. Tiempos intensos que estrecharon tan fuerte el vínculo, que ni el océano que primero las distanció, ni el cielo que luego, demasiado temprano, se llevó a una de las dos, lograron desatar el nudo.

No todos acá conocen su historia. La mayoría ignora por qué a partir de aquella ausencia, su vida forjó un pacto tácito con la soledad.
A mí me lo ha mencionado muchas veces, y es notable como en tantas, nunca, pero nunca, confundió un detalle. Orgullosa de ellas y de su cuento, le daba vida imaginaria al interpretarlo, consciente de haberlo narrado hasta el cansancio, pero fingiendo ingenuidad para volver a hacerlo.

Había nacido en una Italia exigente, presta a combatir y siempre a la espera del conflicto, demandante de mujeres enérgicas y serviles, y en la que la fortaleza física, aun para nosotras, era determinante.
A los ojos de todos, ella había sido desde el principio la más frágil de las dos, la que a menudo caía enferma, y de quien nadie pensaba que podría vivir una vida plena.
Es muy difícil saber si eso era real, o quizás fruto de alguna elección cruel de esos miembros de la familia que carecían intencionalmente de sentimientos.
A mí siempre me aseguró que fue así, que ella estaba muy lejos de ser el tipo de mujer que se necesitaba en aquella época y por eso sufrió prematuramente el desamparo, hasta de su propia familia.
Aunque con el tiempo, de tanto escucharla, yo pude ir haciendo mis deducciones y creo que no me equivoco al intuir que esa hermana, que tan bien la conocía, debió ser la única persona que no la veía así, tan débil y carente de carácter y salud, como lo hacían los demás.
El amor mutuo debe haber sido de lo más genuino que uno alcance a imaginar, digno de sana envidia.
Tanto, que cuando tuvo que tomar una decisión no dudó en ayudarla para que ella que sí podría, hiciera uso de su inagotable salud y emprendiera con decisión y tranquilidad, ese camino que a priori era de ambas, pero que sabían, íntimamente, ya pertenecía a una de las dos.
Dueña de semejantes virtudes físicas, su hermana seguramente lograría vivir mucho más y mejor, y de esa manera honrar con sobras los honores de una familia que los necesitaba.

Y fue así, que nunca repararon en pesares, ninguna de las dos, ni la que se fue y seguramente extrañó hasta el último día, ni ella, que sola vivió, y la siguió extrañando hasta hoy.

Noventa y largos cumplió hace unos días, y el tiempo, que finge distracción pero bien entiende de injusticias, se tomó el paciente trabajo de mostrar a todos aquellos familiares imprudentes, que se habían equivocado demasiado.
Se fue, pienso, para no seguir burlándolos.

Contra tiempo y costumbres se amaron, cambiando reglas y sufriendo distancias, y aceptando las dos un destino impensado. Una volando, en compañía y muy lejos; ella disfrutando el desconsuelo de la soledad.

Y me quedo con el recuerdo de esa voz potente y penetrante, en la que yo me embarcaba y me dejaba llevar. Y que siempre, cada vez que llegaba al punto culminante del relato, me hacía sentir presente aquel día, cuando aun joven y algo enferma, derrochando grandeza sin quererlo, le pidió que fingiera ser ella, y cediéndole el amor del hombre que la tenía, a su querida hermana melliza, le entregó el resto de su vida.



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