Ella, y los otros



Luego de cinco años de aislación, torturas y falsa esperanza, cayó demacrado y desnudo, ante una ráfaga de municiones que lo traspasó y dibujó el odio en su cuerpo. Deshaciéndose en sangre, casi no tuvo tiempo de desilusionarse. Agonizó creyendo que también lo estaban buscando, y el mundo estaba rezando, como la buscaban y rezaban por ella, como él también había rezado por ella.



Subido por la fuerza a una camioneta sin ventanas, con la cara tapada y atadas las manos, blanco de golpes y gritos que no entendía, Paulo comprendió que su mundo prometido comenzaba a desaparecer.
Brasileño de nacimiento, Gambiano de descendencia, vivía en Barranquilla desde hacía dos años. Lo había llevado allí una beca ganada en la universidad, y en pocos meses tenía previsto volver a Brasil.
En camino hacia lo que sería su destino, un desmayo certero lo ausentó por un rato, perdiendo algo de memoria y el registro completo del trayecto.
Ya bien adentro de la noche, desplomado sobre una cama de ramas secas, se resignó al sueño, y a lo que fuera que le esperara.
A las pocas horas despertó atado y amordazado dentro de una choza sucia, primitiva, y solo.
Durante los días siguientes, el hambre y las sogas se encargaron de presagiarle un final, del que solo lo separaban unos pocos años, interminables, de vida mortificante.
Nunca pudo comprender lo que pasaba, nunca supo si había sido víctima de un error, nunca se lo aclararon.
Su única esperanza se sujetaba a la idea de que muchos afuera estarían buscándolo, amigos, familia, policía, compañeros de trabajo y de universidad, algún funcionario local del gobierno de Brasil, personas anónimas solidarias.
Así vivió cinco años, aferrado a una espera que poco a poco se iba deformando a resignación. Y aunque nunca dudó que su familia y amigos no renunciarían hasta encontrarlo, el pasar del tiempo y los constantes rumores llegados de afuera, le demostraban que sin ayuda de la justicia, los medios de comunicación y los gobiernos, sería casi imposible su hallazgo.
En uno de los tantos traslados la conoció, no sabía quién era y un compañero de choza le contó la historia. Como casi todos los que alguna vez la conocieron, el golpe de confianza al verla fue muy fuerte. Por un momento se sintió igual a ella, o al menos igualado en el sufrimiento, sintió que si a ella, que hacía tanto tiempo estaba allí, aun la seguían buscando, y cada vez con más énfasis, seguramente también lo estarían haciendo con él y con el resto. Al conocerla y poder cruzar unas palabras, la idea de volver a ser libre retomó fuerzas.
Y entonces creyó, en la justicia, en los medios de comunicación, en los gobiernos.
Y rezó, por él, por sus compañeros de choza, y por ella.



2029



Ya no hay madres ni abuelas que los busquen.

No queda quien pelee por ellos y su nombre.
Lo único que se escucha es un llanto de dolor lejano en la historia. Un dolor que solo sienten los que ya se fueron, porque los que siguen solo podrán verlo en páginas parciales de algún libro.

En otra época todavía podía respirarse algún volátil aire de espera.
Ahora, ya hace tiempo que no hay.

Otra vez, y no como en los cuentos, en esta historia que es real, ha triunfado la desidia de los malos. Historia distinta de la enseñada, escrita con el padecimiento y el pulso de los que perdieron. Su vida, sus hijos, sus padres y los hijos de sus hijos, los que perdieron su sangre, su calma y su lucha, su descendencia y su paz. Esa historia con vencedores injustos, que nunca ofrecerá revancha y que acaba de llevarse al último eslabón de testigos y luchadores.
Abuelas no quedan, todas se han ido y nos consolamos con su ausencia.

Y ese dolor que persiste se hace adulto, porque hoy, abandonada en la cama vieja que alguna vez usó su hijo, la última madre acaba de marcharse para siempre, llevándose con ella el postrero bosquejo de confianza que los que quedan podrían tener en la justicia.

Y nos deja el duelo, por ellas, abuelas y madres que nunca hallaron en vida, el encuentro que seguramente les dará la muerte.