Buenos deseos para 2012



Llega fin de otro año, y los deseos de felicidad, de paz, y especialmente de prosperidad, se multiplican.

Siempre me pareció que todos eso lindos deseos, más allá de las buenas intenciones, encierran sin querer algo de comodidad, sería como desear que todo llegue porque sí, del cielo, o del aire, como si la felicidad, la paz y la prosperidad, no dependiera solo de nosotros.

Por eso, desde mi humilde corazón, prefiero desearte, y desearme...

que este año pierdas la vergüenza de decirle "te quiero" a ese alguien que, si ya no estuviera, se lo dirías mirando al cielo

que visites a quien te necesita, aunque te vayas con dolor en los oídos

que te hagas tiempo para lo importante

que puedas darte cuenta de cuales son los verdaderos problemas, y cuales definitivamente NO

que te dejes de joder con el orgullo, que nada te da y muchísimo te quita

que entiendas por fin, que cada momento que pasás con tu corazón enojado, es un momento menos de vida plena

que solidaridad no sea solamente comprar una rifa

que ya no busques más excusas para negarle una moneda a un nene

que aprendas a decir "gracias, perdón, permiso, me equivoqué, te perdono, te entiendo", y todas esas palabras que suenan lindo en los demás, pero a veces cuesta incluir en el propio diccionario

que tu forma de vivir, de vestir, de pensar, de sentir, de amar, sean solo una forma más de vivir, de vestir, de pensar, de sentir, de amar, y no las únicas aceptables

que por fin puedas desarrollar tu tolerancia, y que entiendas que a vos también te toleran

que puedas ponerte en el lugar de los otros, aun cuando los otros no te agraden

que ya no necesites gritar

que a nadie más le hagas daño gritándole

que logres darte cuenta que todos nos equivocamos

que no tengas que arrepentirte

que la pasión y el empeño por tus hijos sea similar a la pasión y el empeño que pusiste al concebirlos

que cada noche te encuentre feliz por no haberle hecho daño a nadie

que cada mañana te despierte con ganas de vivir y ayudar a vivir

que el progreso de un amigo, de un compañero, o de un hermano, te inunde de alegría, y que te motive por superarte, nunca por envidia

que este año visites más amigos e invites más gente a tu casa

que no hables tanto de vos, y aprendas a escuchar

que puedas divorciarte de tu ego

que escuches las voces tu conciencia, y que tu conciencia no se equivoque

que una sonrisa te salga tan natural como respirar, y que creas que los demás son merecedores de tu sonrisa

que lances una felicitación con la misma fuerza con la que lanzás insultos

que ya no busques culpas, sino soluciones

que solo mires para adelante, o mejor, para ahora

que el presente nunca se transforme en un pasado que te condene

que el futuro sea solo el resultado de haber disfrutado el presente

que tu presente sea también el digno presente de los que te rodean

que la palabra prosperidad ya no se asocie con el dinero

que el dinero ya no lo asocies con la felicidad

que la felicidad venga asociada al amor entregado

que el amor siga siendo el motor incansable de la paz

Seguramente muchas de estos deseos ya se te cumplen, vamos entonces por los que todavía no, y estoy seguro que este año llegará lleno de felicidad, de paz, y de prosperidad

Por un 2012 mejor que 2011… y peor que el 2013

¡¡..Muy Feliz 2012 y Salud…!!

Pablo


Morenita



La simpatía y cariño de la pequeña Morenita los había conquistado desde el primer encuentro.

Cada vez que los visitaba en brazos de María, su mamá, el día se convertía en una fiesta donde ella era la reina.
Al ver a su hija tan mimada, María parecía descansar de penas.

Ellas vivían junto a sus cuatro hermanos, en una casilla humilde, húmeda y erosionada por los años sin trabajo. Una casilla que temblaba de frío en cada invierno y se incendiaba en los veranos. Perdida dentro de un barrio en el que era difícil distinguirla.
Su único medio de subsistencia lo aportaban los hijos grandes, a quienes la experiencia de la calle les había enseñado el oficio de pedir.
Era comprensible que María disfrutase tanto esos encuentros en que la alegría de ver a su hijita contenta, lograba aplacar por un rato las miserias que enfrentaba a diario.

Tal cual agua de deshielo, que hace camino en su deslizar, todo se dio con absoluta fluidez.
Alargando cada vez más las visitas, Morenita se fue quedando de a poco, y una tarde común, en que el olvido se apoderó de su sonrisa, María no fue a buscarla, y en menos que un suspiro, su mamá cambió de nombre, y su destino, de lugar.

La extrañó la primera noche, quizás la segunda, y desde la tercera ya nunca más supo de ese sentimiento.
Regresaba María cada tanto a visitarla, pero en cada despedida, con una naturalidad que abrumaba, y de la que nadie se atrevía a extrañarse, Morenita la saludaba con cariño, y la abrazaba con sonrisas, intuyendo quizás, que era lo mejor para ambas.

Como casi siempre, el reloj que mide la felicidad pasó demasiado rápido, y al poco tiempo, solo tres años, la pequeña Morenita enfermó.

A pesar del final abrupto, esas tres primaveras en su nuevo hogar, habían alcanzado para colmar por siempre los corazones de su segunda familia.

Tal vez destino, tal vez exceso de encanto, su alma inconclusa no aguantó, y se fue muy temprano, esperando, seguramente, un poquito más.



Hoy el salón rebalsa de gente que vino a acompañar.
Desde una esquina, errante y penosa, llega la voz de un genio con dotes de cantor que le ofrenda su "Virgen Morenita". En su versión más desgarradora.
Entre llantos y abrazos, su guitarra eleva plegarias tristes y acompaña el canto como quien respira un sollozo. Sus cuerdas vocales se estremecen y parecen tender puentes invisibles para aunarse con cada uno de los presentes.

María oprime inconscientemente su angustia.
Ella no sabe sufrir por estas cosas, la vida le ha enseñado que solo el hambre y algunos pocos dolores físicos, son dignos de ser sufridos.
Las penas del corazón no deben perdurar. No hay tiempo ni recursos para eso.
A su lado las dos hermanas mayores que el tiempo le había regalado a Morenita, quieren calmar su lamento intentando secarse una a otra las lágrimas.
Eternas e hirientes gotas que se escurren entre sus dedos y prosiguen su camino.
Al ver a las chicas tan abatidas, María cree entender el amor que sentían por su hijita, como si las tres hubiesen sido verdaderas hermanas de sangre.
La tristeza de esas niñas es tan genuina como contagiosa.
No le gusta verlas así. Y aunque su corazón es duro, el dolor de ellas parece calarle profundo.
Luego de un momento de aparente profunda reflexión, se acerca a las nenas y con voz trémula y bajita, casi al oído, casi con miedo, les ofrece, para consolarlas, si quieren quedarse con Alan, su hijo más chiquito, que es tan lindo y gracioso, como era Morenita.



Inerte



Lo sabía desde hace tiempo, ellos no mentían cuando le advirtieron.

A pesar de conocer de antemano lo que podía suceder, nunca aceptó detener su plan, y concretó con precisión suiza cada paso trazado.
Los hechos demuestran que hablaban en serio. Hay ámbitos en los que la traición cotiza demasiado alto.

Observa y parece reflexionar, su mirada es lejana y profunda a la vez, como si intentara llegar más allá.
Da la sensación de querer hablarle con los ojos. Ojos que uno desearía ver inundados. Al menos húmedos. Ojos que contradicen el sentido común.
La ausencia de lágrimas sorprende, y asusta.
Se mantiene callado y perturba el ambiente con solemne entereza.
Su rostro duro y pálido cual fragmento de mármol, paraliza los sentidos.
Es difícil imaginar en qué está pensando.
A juzgar por los hechos previos, uno podría conjeturar que en su mente se hace fuerte una idea: en el balance general de los acontecimientos, lo que acaba de ocurrir solo sería un costo más, propio del negocio.

A pocos metros, testigo involuntario de un final anunciado, su descendencia yace inerte en el suelo oscuro. Los tonos grises de lo que era hierba, encierran el destino final de su alma. Se ha transformado en víctima consumida por el desamor de su propia sangre.



El círculo



-No señor, lo hice por venganza y de eso no puedo defenderme, si tengo que pagar estoy dispuesta a hacerlo, no tengo nada más que decir.

Así se sentencia María Susana Segovia a la condena que seguramente la verá perecer dentro de la cárcel.


A casi un año de haber sido encontrado culpable, José Manuel Ramos, sentado sobre un banco de material, en un rincón húmedo de su celda, trataba de abrir el sobre que el guardia le acababa de entregar, en cuyo interior lo esperaba la carta. Una carta que por sus letras impresas en computadora nadie hubiese adivinado su contenido:
«Mi nombre es Abel Santos, usted no me conoce, soy el padre de Gabriel Santos ¿Lo recuerda? Sí, seguro lo recuerda, aunque finja que no, esas cosas no se olvidan, no interesa todo lo que uno lleve encima, no me permito pensar que no lo recuerda, y mucho menos que no lo hizo consciente.
Dudé mucho antes de escribirle esto sabe, hasta pensé en ir a hablarle cara a cara, pero no creí que ahí me lo permitieran y menos que usted accediera, se imaginará que esto no es fácil para mí, pero necesitaba decírselo, ya no lo soportaba más, por eso le escribo.
Necesitaba hacerle saber a usted, que al sacarnos a Gabriel nos sacó la vida, a usted cuya sed de violencia fue más fuerte que los ojos llorosos de nuestro hijo, que lo miraron bien fijo, delante de sus propios hijos, chicos huérfanos de padre que nos reclaman a diario un por qué. A usted necesitaba decirle, que aunque sabemos que va a estar mucho tiempo ahí, también sabemos, y esto grábeselo bien grabado, también sabemos, que algún día va a salir, y ese día, cuando quiera que sea, lo estaré esperando, como usted lo esperó a Gabriel.
Nada más, solo eso quería decirle, solo eso puedo decirle, solamente, necesitaba que lo sepa.
Lo saluda, y lo espera, Abel Santos, padre de Gabriel Santos»

Sin escapársele una mueca José bajó la mirada, estrujó la carta y dio un golpe a la pared con el puño apretado. Pronto buscó entre sus cosas una lapicera y un cuaderno y escribió unas pocas líneas, apuradas, llenas de nervios y de falta de práctica.

Al cabo de unos días, Santos recibió la respuesta:
«si quiere venir venga, lo van a dejar entrar y yo puedo hablar con usted si usted quiere josé ramos»

El hombre ni siquiera tuvo el reflejo de sentarse. Con un hilo de voz llamó a su esposa, no pudo hablarle, solamente le mostró el papel sucio y mal escrito. La cuchara cayó. Se miraron, y tomadas las manos quedaron inmóviles por un rato, como si una flecha caída desde el cielo los hubiese estaqueado al piso.
-¿Vas a ir?
-No sé, no sé... -suspiró el hombre, mirando al techo y volviendo a repetir:- No sé qué voy a hacer...


Durante las horas previas había ensayado el diálogo hasta cansarse, sin embargo, al encontrarse vidrio de por medio con José, no pudo recordar nada de la letra estudiada:
-¿Por qué nos hizo esto? -preguntó Santos apenas lo tuvo en frente, con voz entrecortada.
-¿Qué quiere? -respondió José con otra pregunta y gesto desafiante- ¿por qué me amenaza? Ya estoy acá pagando por lo que hice, ¿qué más quiere, que salga y lo mate a usted también, por qué no me deja en paz, no ve que ya tengo bastante con estar acá?
-¿Qué quiero? -exclamó Santos, levantándose de su silla y volviéndose a sentar en seguida, al notar la mirada atenta del guardia- Torturarlo quiero, que sufra lo mismo que sufrió Gabriel, verlo muerto quiero. ¡¡por dios!! ¡¡ahora resulta que la víctima es usted!! Y claro, siendo lo que es, hasta parece lógico. Por el amor de dios, dígame por qué lo hizo, le pido eso nada más, por qué lo hizo... y le juro que me voy...
-¿Y usted piensa que yo sé? Con todo lo que tenía adentro me hubiese cargado a cien más. ¿No entiende, usted se piensa que es fácil vivir con eso? no tener ni para comer, y ver todo eso que había en esa casa, ¿usted se piensa que eso no lastima? Me dice que yo no puedo ser víctima y no entiende nada, usted, su hijito y toda la manga de ladrones que la tienen toda junta y no dejan nada para nosotros, ustedes nos hacen víctimas. Se creen que todo es fácil, claro, que pueden juntar y juntar y no repartir nunca, y que nosotros nos vamos a comer siempre esa mentira. Saltan solamente cuando se muere alguno de ustedes, por lo nuestros no saltan nunca. Y se mueren los nuestros eh... un montón de los nuestros se mueren, y no solamente de hambre, no... también se mueren por la pasta esa que nos venden ustedes, la que les sobra, la mala, esa que pega mal, y cuando afanamos para tener para comprarles más, nos matan... siempre a nosotros... y me dice que no soy víctima... ustedes son todos la misma basura...
-¿Pero por qué a nosotros, qué le hizo mi hijo a usted? Él no vendía nada, era un chico excelente, ¿qué tiene que ver él con lo que usted me dice, por qué esa furia con él? Si quería robarle, ¿por qué lo mató? Si le estaba dando todo... no se resistió ni nada... ¿Qué culpa tenía mi hijo de lo que le pasaba a usted? ¿Y los chicos, qué culpa tienen ellos, no entiende que les mató al padre, no le entra eso en la cabeza? y adelante de ellos lo mató, ¿no entiende eso?
-Usted es el que no entiende, era hora que les pase a alguno de ustedes. Siempre a nosotros, siempre la sufrimos nosotros, sufran un poco ustedes. Nos cagamos de hambre, de frío. ¿Usted alguna vez sintió hambre?, pero hambre de verdad le digo eh, hambre sabiendo que aunque llore y busque no hay nada. ¿Sintió esa hambre alguna vez, esa que sabe que no se le va a pasar abriendo la heladera, o yendo a comprar, nunca sintió eso no? O frío, ¿pasó alguna vez en su reputa vida una noche en invierno con un árbol de techo, y sabiendo que si iba a pedir a algún lado lo iban a echar como si fuera un perro, y sabiendo que toda la manga de ladrones vive en castillos como la casa de su hijito y no le importa un carajo de nosotros? ¿Alguna vez se sintió temblar porque le faltaba la pasta y sabía que tenía que robar para comprarla, y para animarse a robar necesitaba la pasta, no sabe lo que es eso no? seguro que no lo sabe; seguro que nunca pasó algo de eso. No puede hablar de víctimas señor, usted no tiene más a su hijo, pero tiene casa y comida, y abogados y matones que lo defienden, yo no tengo nada de eso y no lo voy a tener nunca. ¡Qué carajo me importa su hijo, los hijos de su hijo y usted! No sabe, pero yo en el barrio ahora soy un ídolo, desde aquella noche soy un ídolo, y cuando salga me van a respetar, no tiene idea como me van a respetar... Y voy a llegar eh... quédese tranquilo, y ni sueñe con ponerse en el medio, que si lo hace sigue usted eh...


Cuatro años y medio después de aquel encuentro, cumpliendo casi el total de su pena, José salía en libertad gracias a su buen comportamiento. Amigos y algunos familiares lo acompañaban hasta su casa, donde era recibido como un verdadero héroe.

A pesar de haber sentido una gran confusión luego de aquel diálogo en la cárcel, Santos nunca había perdido de vista los movimientos del preso. Aquel juramento al cielo al enterarse de la muerte de su hijo sería ley en su destino. Muchos lo habían intentado pero nadie había podido cambiar su pensamiento.
Pocos días pasaban, cuando el hombre ejecutaba su venganza y José moría desangrado en el corazón de un pastizal.
No acostumbrando a matar, demasiadas huellas lo delataron y muy pronto fue condenado a una pena cuya duración ya no le importa a nadie.
Resignado a su triste camino, pero satisfecho por haber cumplido la promesa hecha a su hijo, se propondría vivir lo más dignamente los días de su castigo.
A poco tiempo de aquel hecho, habiéndose acostumbrado ya a su nueva condición, una carta lo sorprendía en su celda:
«Mi nombre es María Susana Segovia, usted no me conoce, soy la madre de José Manuel Ramos ¿Lo recuerda?... »




El miedo termina



Sus pasos vertiginosos delatan el terror que pretende disimular, y el espanto provoca estragos en sus movimientos. Con la mano izquierda sostiene firmemente la bolsa, con la otra busca la llave. Preocupado examina la escena a su alrededor, deben estar cerca, quizás llegando a la esquina. Tiene que entrar antes que den la vuelta y lo vean. El sudor en su frente se convierte en ríos que desdibujan su cara. Siente las miradas en los hombros. Su corazón late con una vehemencia que ya no recordaba. Se toca la boca del estómago, presionando al tiempo que inspira profundo. Imagina lo que podría suceder si dan con él, y se arrepiente, pero ya es tarde, como cada vez que se arrepintió.

Llegando a su casa un vecino le ofrece un saludo desde la vereda de enfrente y él se lo devuelve sin mirarlo, lo mejor será que nadie se le acerque.
La llave se esfuerza por no entrar; como si fuera cómplice de su pánico, parece mucho más grande que el orificio. Corrobora que sea la correcta y mientras mira a todos lados, se sigue preguntando por qué, y no se responde. De pronto logra introducirla, pero no gira, entró al revés, y cuando quiere sacarla ya no puede. Tira con fuerza apoyando su pierna derecha en la reja y utilizando las manos, para lo que deja la bolsa en el piso. Los pensamientos que lo atormentan hacen que el forcejeo le pase inadvertido. Luego de varias maniobras logra sacarla.
Se propone calmarse, pero con ellos tan cerca es imposible. Una vez traspasada la reja, aun le restará la puerta del frente, hecha especialmente de madera maciza y bien dura y con una cerradura pensada a prueba de venganzas. Otro desafío, y más sabiendo que esa sí suele funcionar mal.
Se deben estar acercando y el tiempo se acaba.
Cinco segundos, quince latidos, le lleva abrir la reja. Entra y la cierra apurado, no le cuesta tanto como abrirla. Al girar sobre su pie, tropieza con una maceta, pero logra mantenerse parado. Mientras busca la otra llave, mira el manojo tan grande y viejo que hace tiempo no usa. La cerradura inviolable, otrora sinónimo de tranquilidad, se transforma ahora en su obsesión. Como era de esperar, el giro se le complica otra vez. El pánico aumenta, es que ahora, además de hacerlo rápido, debe procurar no hacer ruido. Si estuvieran cerca, y aunque el ángulo de visión desde las veredas vecinas impidiera que lo descubran, puede que sí lo escuchen.
Mientras está tratando de abrir, dos adolescentes distraídos pasan caminando y lo sobresaltan. Les murmura un insulto, y se sorprende cuando uno de ellos lo escucha y lo mira sin entender. Esa mirada, quizás inadvertida para el joven, se le vuelve muy preocupante. Si vienen más atrás, podría llamarles la atención y darse cuenta que lo observa a él. Nuevamente los insulta silenciosamente, y los mira con furia para espantarlos y que no le hablen. Lo logra, siguen caminando y lo pierden de vista.
Consigue abrir la puerta, entra y la empuja con prisa, con un movimiento ágil y cuidado, propio de un felino.
Ahora se siente algo más calmo, es factible que no lo hayan visto entrar. Por las dudas no enciende ninguna luz y permanece un momento en silencio. Está agitado pero sus latidos poco a poco van recobrando un ritmo aceptablemente normal. Se sienta sigilosamente en una silla cerca de la puerta, para descansar y esperar que transcurra un poco de tiempo. Unos cuantos minutos y esto habrá acabado, piensa; y piensa... y mientras su cuerpo cansado se deja engañar por el relajo aparente, un cabo suelto de su memoria le muestra que la tranquilidad comienza a volverse efímera.
En un salto del cual él mismo se sorprende, se asoma por una hendija de la ventana y ve lo que su mente le rescata del pasado inmediato: desde la vereda, inmóvil y resignada a un olvido mortal, la bolsa lo delata en silencio.

Su corazón no le permite el tiempo para lamentarse, clavándole estacas desde dentro del pecho le advierte nuevamente el peligro. Continúa espiando y ve a uno de ellos que llega corriendo y toma la bolsa, da un vistazo a su interior y asombrado por el descuido, dirige la mirada hacia la casa y hace un gesto con su mano, como marcándole a alguien que lo han encontrado. Un escalofrío le llena el cuerpo de hormigas y el pensamiento, de picanas. No puede permitir que le suceda otra vez. Ya no es tan fuerte como entonces, y no cree poder soportar algo siquiera parecido a aquellos tormentos. Demasiadas veces ha repetido que antes que eso preferiría morir.

Con algo de intuición y otro poco de tacto camina despacio guiándose hasta el aparador de la cocina, no es un lugar usual, pero ahí esconde un viejo revolver. En el trayecto suena el timbre, y es como si una bomba le hubiese explotado en el pecho y desintegrado sus tímpanos. Se apura por encontrar el arma y casi en el aire se dirige nuevamente hacia la ventana; mientras tanto la revisa al tanteo y rememora la única vez que lo usó, cuando sacrificó a su gato. Nunca logró reponerse de tan soberbia eutanasia. Ve a dos de ellos que están hablando. Trata de escuchar lo que dicen, pero la distancia se lo impide. Es conciente de que si abre se convertirá en presa abatida, ahora o después. Si es ahora, todo termina ya, sin epílogos ni dubitaciones; si es después, acabará luego de los suplicios y las venganzas. Si no abre quizás entren por la fuerza, pero cuenta con algo a favor, hay vecinos en la calle, y conociendo de antemano como suelen proceder, supone que no harían nada que pueda llamar la atención de la gente. Para ganar tiempo va nuevamente al aparador, recuerda que en algún rincón había guardado unas balas. Casi a ciegas, comienza la búsqueda. No las encuentra. Con el codo empuja sin querer un vaso, que se destruye en un alarido contra el suelo. Paradójicamente, el ruido de los vidrios es ahogado por el timbre que tanto necesitaba callar, y que ahora, nunca mejor ubicado en el tiempo, se convierte en su salvador momentáneo.
Pisando vidrios rotos busca en otro mueble, una alacena ubicada en la pared opuesta. Unos pocos segundos silenciosos ayudan a su concentración y logra encontrar una cajita. Respira. Es un paso. Con su mano temblorosa toma una de las balas, con la otra sostiene la caja y el arma. Vuelve a retumbar el sonido del timbre, más largo y repetitivo, y otra vez perturbador. Posterga un momento la carga. Usando sus manos como vista y procurando apurarse sin emitir más sonidos, va nuevamente hasta la ventana. Para su sorpresa ve al vecino hablando con ellos y gesticulando, parece estar explicándoles que lo ha visto entrar; por meterse en temas que no debería, se está convirtiendo en su oportuno traidor. Llega un tercero. Apartándose unos metros, uno de ellos le dice algo, parece darle una indicación, y le entrega la bolsa apretándole la mano, como exigiendo que la coloque a resguardo, o que la proteja con su vida, que sería lo mismo, piensa, y toma más conciencia, y más se atemoriza.
La poca luz que dan las luminarias de la calle, sumado a la cortina que no quiere correr, hacen que vea todo un tanto difuso. Llega un vehículo oscuro y estaciona frente a su puerta. No consigue ver cuantos hay en su interior, pero nota que le piden al vecino que se acerque. De pronto alguien abre la puerta y sin decirle nada le dispara un tiro silenciado que parece partirle el pecho en dos. La imagen del hombre encorvándose hacia atrás ante el disparo certero y mortal, dejando inercialmente sus brazos y cabeza adelante, le provocan un ardor en su estómago, como si le hubiesen disparado a él.
Entre dos toman al hombre muerto antes que caiga al suelo, y lo cargan en el auto, que se aleja inmediatamente, llevándose también al portador de la bolsa. Se estremece, piensa que harían con él y la tensión se le hace carne hasta en los poros percudidos de su piel. Ya no hay testigos que puedan salvarlo. Vuelven a ser dos, y están tratando de trepar a la reja. Lo invade la impotencia, por un momento siente que va a ser solamente una cuestión de tiempo, del escaso tiempo que tardarán en entrar y cerrar de una vez sus ojos, ya aturdidos de tanta vida. Va y vuelve de ese abatimiento, por segundos se deja estar, se entrega a la muerte lenta que sabe que le espera, y luego retorna intentando mostrarse a sí mismo aquel ímpetu combativo que supo ostentar cuando joven. Y se plantea dar pelea. Y así transcurre un corto momento que lo deposita, sin proponérselo, en la conclusión de que no sería él si no lo intenta. Entonces se convence de que intentarlo significa tirarles, antes de que ingresen. Y lo va a hacer.
La oscuridad y al apuro dificultan la carga del arma. Logra poner la primera bala justo cuando un golpe ensordecedor llega desde la puerta. Están ahí, a un paso, y no admite que lo encuentren. Es muy tarde, pero no va a darse por vencido. Ya se llevaron la bolsa, ahora debe procurar que no se lo lleven al él, al menos, que no se lo lleven vivo. Su cabeza rebalsa de imágenes pasadas que no puede volver a soportar.
Corriendo agachado logra ocultarse detrás de un sillón, desde donde podrá ver cuando entren, pero será casi imposible que lo vean, a menos que enciendan las luces, y como la tecla no está al lado de la entrada, tendrá el tiempo justo para dispararles. Otro golpe sacude sus esperanzas. Casi lo logran. Recuerda que al entrar tan rápido no le puso llave a su cerradura inviolable. Busca la segunda munición. Sus dedos transpiran y hacen que la caja se resbale provocando que las balas se desparramen sobre la alfombra. No sabe cuantas había, pero por el poco ruido, supone que no más de dos o tres. Busca la única que le falta, tantea a sus lados. Cree encontrarla. La puerta cae, uno de ellos entra, y detrás el otro. Ve las sombras. Están ahí, cara a cara aunque no lo vean. Llegó el momento y como sea, no va a suceder otra vez. Se lo ha jurado. El primero en entrar toca las paredes buscando la llave de la luz. El segundo lo cubre apuntando. No hay más tiempo. No puede permitirlo. Entorna los ojos y contiene el aliento.
No se lo van a llevar.
Duda un momento.
El tiempo termina.
Decide.
El miedo también.



Campo de batalla



El sol los estrujaba y evaporaba toda gota de sudor que se atreviera a emerger.
Era una de esas tardes de verano en las que la calle se transformaba mágicamente en campo de juego y la pelota los unía en el ritual. Momentos inolvidables que se parecían más a un trance, que a un simple juego de niños.
Los gritos de festejos y de enojos callaban cualquier intento de llamado por parte de sus padres o abuelos.
El último gol recién había estallado y estaban a punto de retomar el encuentro cuando notaron que un carro de botellero se acercaba al paso tranquilo de su caballo.
Se corrieron para dejarle lugar, sin prestarle demasiada atención, todos muy apurados por continuar el partido.
A medida que el carro se acercaba, veían con más claridad que no venía un típico botellero, hombre grande, de apariencia desgastada y ruinosa, sino dos chicos, quizás como ellos, quizás más pequeños.
Como de costumbre, cada una de las pocas veces que un auto, bicicleta o carro se asomaba por esa calle, el alto del juego parecía interminable, y todos se ponían muy ansiosos.
Uno de los chicos más niños del grupo, y también el más tranquilo, se encontraba a la altura de un arco, cercano al lugar desde donde se aproximaba el carruaje.
Como los demás, él aguardaba quieto, profundamente deseoso de que termine ese minuto eterno.
Las ruedas del carro giraban lentas y despreocupadas, como cansadas, indiferentes a todo lo que pasaba en la calle. Y el anhelo del niño de continuar con el partido, inversamente proporcional a la lentitud de las ruedas, hizo que su primera calma, aparente calma, de a poquito fuese dejando lugar a un repetitivo movimiento tenso. Los segundos pasaban y la carreta tardaba cada vez más. Empezó a invadirlo una sensación confusa, como presintiendo algo malo.
Tuvo la impresión de que aquellos personajes salvajes, no sabía por qué, pero terminarían arruinándole por completo su juego. Dos botelleritos rufianes, resentidos por no poder estar jugando como ellos, harían su paso lo más lento posible para evitar que siguieran con el partido. Veía en sus caras las más explícitas señales de odio. Mientras en la suya, como espejo de aumento, sentía reflejarse sentimientos aun peores.
No tardó en imaginar la batalla en la que él y sus amigos, cual pueblo sufriendo una invasión, se apostarían para defenderse de esos rencorosos usurpadores empeñados por no dejarlos divertirse, solamente porque ellos no podían hacerlo.
Si no lo hacían rápido, ese carruaje, como un brutal vehículo de guerra arrastrado ya no por uno, sino por varios animales feroces capaces de devorarlos, acabaría con su juego y espacio que bien ganado tenían.
La amenaza era un hecho. Miró a sus compañeros buscando camaradería, y aunque notó el descontento con la situación, ninguno atinó a devolverle la mirada.

Su enojo aumentaba con cada paso de la fiera, y las ganas de golpearlos se hacían incontenibles. De manera violenta habría que enseñarles con quien se metían y ponerlos en su lugar.
Con apuro buscó algo que lo ayudase a consumar su acto bestial, y el arma, como parte de un destino nunca imaginado, estaba allí, esperándolo y presta a servir para lo que realmente había sido creada.
El poste izquierdo del arco se incrustaba entre sus manos, amenazante, listo a ejecutar el mandato.

Fruto inmaduro de un prejuicio infundado, aquel niño sereno se estaba transformando en un guerrero sanguinario, casi inhumano, capaz de aniquilar sin pena a un enemigo tan casual como imaginario.

El instante, eterno para él, en realidad duró muy poco. Cuando los dos distraídos ocupantes del carro advirtieron que estaban en medio de un partido agitaron rápidamente las riendas y el caballo aceleró su galope, alejándose velozmente y permitiendo que el juego se reinicie sin demoras.

Todos volvieron a jugar, menos él, que ya no pudo. Nueve años tenía y necesitó sentarse para entender.
Por unos cuantos minutos permaneció callado y pensante. Un guiño amargo desdibujaba su carita y sus ojos debían recurrir a todas sus fuerzas para contener el llanto.
Luego de un rato pareció despertarse. En silencio buscó una piedrita blanca, dibujó un corazón sobre la vereda y le coloreó una mitad, y con un pedacito de carbón, la otra.
Y por fin lloró, impotente y desconsolado, contemplando, a muy temprana edad, como su inocencia de niño se marchaba para siempre... al paso tranquilo de aquel caballo.



La inocencia, la felicidad plena




El siguiente texto es un pequeño fragmento de una narración encontrada y transcripta en 1869 por el incisivo explorador inglés llamado Joseph Sttein.

En la misma se describía la manera en que un ciudadano maya expresaba su estado de ánimo a sus pares, quienes lo contemplaban orgullosos.

Sentado sobre el pasto, descansado, con la cara curtida pero bosquejada por trazos de satisfacción, el reciente padre agradece así:

«Dos noches distamos ya de ese precioso momento en que la reina Cab [1] nos obsequió lo que tanto deseábamos.

Clareado por una luna enorme y brillante, el vientre digno de la madre se abrió al mundo y alumbró el camino para que nuestro niño brote de su interior.

Ahora el sol abriga a ambos. Los dolores de la madre se han ido y con lágrimas lo bendice, a cada caricia y con cada mirada.

Estamos los tres aquí, de carne y de alma reconfortados. Rodeados de los nuestros, que son como nosotros.

El niño llora y se alimenta de ella; y ella lo cuida más que a ella misma.

Y yo los brazos, plenos de fuerza contengo.

Inundado el cuerpo de sangre renovada, de sangre nuestra que ahora es una; dispuesta más que siempre a ser latida, a ser honrada.

La ilusión nos conmueve, y es ahora, que nuestros días y nuestras noches no serán iguales, no estaremos solos.

Todos aquí celebran al bien nacido. Reunidos celebramos la vida nueva y la nuestra.

La tierra, el aire, el sol y el agua expresan su emoción a nuestro alrededor, augurando épocas fructíferas.

Maizales extensos nos abrazan y el niño que nos enviaron fortalece esa idea.

Hechizados por una calma bella, más bella que los ojos y más calma que el silencio, esperamos todos juntos el futuro promisorio.

Retumban nuestros corazones, agradeciendo con devoción a IxChel [2] por haber confiado en nosotros; y completos, y colmados, de gozo y de esperanzas, nos regocijamos porque sabemos, que los tiempos mejores todavía están por llegar.»

[1] Cab: Tierra, en maya yucateco

[2] IxChel: Diosa maya de la fertilidad


El relato concluye dejando constancia de la fecha. Me
permito transcribirla tal cual está, en su idioma original:

« »

(11 de octubre de 1492, en el calendario Maya)



Duda



Lo mirábamos sin saber, estábamos cerca, y no lográbamos darnos cuenta.

El cuarto antiguo y pequeño, clausurado a la luz del día, comprimía la tensión y disipaba la noción del tiempo.
Ellos eran varios, alrededor nuestro, que nos amenazaban, que no habláramos.
Y nosotros, hasta nuestros latidos queríamos callar, para que no dudaran.
Conmovía el silencio, nos mirábamos de reojo, sin movernos. Nos observaban con recelo.
Tenían miedo de que alguno no fuera quien decía ser, y nos mostraban sus armas.
Entre ellos hablaban en voz muy baja y hacían gestos.
Los nervios podían traicionarlos, y hacerles perder la poca compasión que todavía ostentaban.
Era imposible no temerles.

Todos nosotros creíamos, y deseábamos, que el hombre tendido en el suelo fuese él. Pero ninguno estaba seguro, lo que aumentaba el temor.
Intuíamos que ellos sí lo sabían. Pero no teníamos forma de averiguarlo. No podíamos preguntarles. Había que fingir que nosotros también estábamos seguros, de que sí era, y callar.

No era solo el silencio lo que conmovía, también el frío, el frío de esa muerte y de nuestro sudor, que nos recorría y nos inquietaba. Que a cada momento nos mostraba que también éramos protagonistas.

Aunque habíamos trabajado muchísimo para encontrarlo, a esa altura ya nadie deseaba estar ahí. La duda no nos dejaba gozar, por nosotros y por tantos, esa muerte supuestamente justa.
Teníamos la primicia, y quizás la venganza, pero ya no la podíamos disfrutar genuinamente.
Los deseos de salir nos ganaban. La incertidumbre y el miedo a que se dieran cuenta, nos proponían esa encrucijada.
Luego de varias horas, nos convencimos de que no nos iríamos de allí con certeza alguna.
Casi como si lo hubiesen notado, de repente y sin avisarnos, decidieron sacarnos. En silencio, de muy mala gana y manera, nos llevaron lejos.

Era un hecho que esa duda no la resolveríamos aquel día, ni el siguiente, quizás nunca. Pensábamos que tal vez el tiempo nos ayudaría a saber la verdad.

Aun seguimos esperando.
Al mundo le hemos contado que fuimos sus ojos y oídos. Que la justicia divina hizo por fin su parte y se tomó desquite. Que solo expresamos verdad y ya no quedan inseguridades. Y la gente, tan necesitada de esa justicia y venganza, nos ha creído.
Pero nunca fue así.
La duda, lejos de marcharse, se agiganta con el tiempo y devora poco a poco nuestra paciencia y esperanzas.

Mientras tanto, seguimos deseando, con todo el corazón, que el hombre tendido en aquel suelo viejo haya sido él.
Igualado con su víctima en su estado natural.
Mas nunca igualado en la memoria.

“No se olviden...”, fue parte de la consigna.
Y no olvidamos.



Reconocimiento



Es hombre humilde, de caminar manso y modales simples.

Su sonrisa disimulada entre arrugas, confiesa una alegría imperfecta, hija de la resignación.
Hace tanto que habita la misma casita, que ya no recuerda si alguna vez tuvo otro hogar.
Fruto de un guaraní cansado, sus pocas palabras se insinúan deformadas por el tiempo y el trabajo duro.
Poco habla, y menos se le entiende. Mucho se ocupa y nada vive.
Saluda con gesto esmerado y condescendiente.
Nunca esboza lamentos y honra su vida de una sola manera, trabajando.
Ya en pie despide a la luna, y entre palas y escobas la vuelve a recibir.

Tiene a su cargo el mantenimiento de un colegio prestigioso, que en estos días celebra sus primeros cuarenta años.
La institución ha crecido mucho desde las dos aulas iniciales, y gran parte se logró gracias a su labor. Fue su pala afilada la que le arrancó la virginidad al terreno donde hoy se erige la escuela.
Siempre se sintió un tanto dueño de aquel emprendimiento. Pero nunca lo dice. No lo cree pertinente.
Al revés que sus patrones, su propia economía nunca le dio excedentes, pero jamás reclamó mejoras. Al contrario, se siente agradecido de ganar solamente lo que ellos crean justo.

Hoy hubo festejos, y al fin recibió su homenaje, tan justo como postergado. Los dueños lo felicitaron y le agradecieron tantos años de honestidad y sacrificio. Dijeron palabras honrosas ante un público emocionado y la gente lo aplaudió de pie y coreó su nombre. Todos le expresaron gratitud.
La celebración fue extensa, la emoción y los recuerdos llenaron las caras de sonrisas y de lágrimas, y el festejo fue una viva muestra del paso del tiempo.
Más tarde, luego de las distinciones y los aplausos, cuando la música y las palabras sentidas cedieron su espacio al murmullo de la retirada, él mismo se encargó de la limpieza y el orden. Le llevó un largo rato y cuando terminó, ya bastante tarde, tomó su bicicleta vieja, apagó las luces, y regresó despacito a su casa. Ansioso por contarles la experiencia a su esposa y a sus hijos, y a los nietitos que viven con ellos.
No se había animado a pedir permiso para invitarlos, y nadie se lo ofreció.
Al llegar lo recibieron con impaciencia y comenzó el relato apurado, contagiándolos de orgullo. Mate de por medio, la charla continuó hasta que dieron los ojos.
Y entonces llegó el tiempo del descanso, y cobijado por el sosiego posterior a una noche agitada, se concedió al sueño, escasamente reparador.
A las cinco, como siempre, tuvo que levantarse, para ser el primero en llegar a la escuela.

Al promediar la mañana se encontró con su patrón, quien lo saludó atentamente, mostrándole una mueca viciada de falsa complicidad. Y caminando a su lado, mirando al piso, le apoyó dos veces la mano en la espalda. Y viéndolo a la cara, una en el hombro. Como cada mañana.
Y sabiéndose nuevamente sin derecho a reclamos, le dio las gracias y continuó trabajando, acusando en su rostro el placer que da la inocencia, y aliviando el dolor en su espalda con el recuerdo vivo del reconocimiento.

Y la mañana siguió, y seguirá. Y como si no hubiera lugar para otra historia, él continuará siempre así, convencido, honrando su vida, disfrutando de ella y entregándola a cambio de elogios y de la tranquilidad de saber que no le falta empleo.

Y pasarán pocos años hasta que un día el agotamiento físico someta en el pleito al empeño.
Y entonces se irá.

Sabiendo.
Ignorando.

Sabiendo, que trabajó muy duro, dando todo lo que tuvo, de tiempo y de vida, y se lo reconocieron, y eso lo hizo muy feliz hasta sus últimas fuerzas.

Ignorando, porque nunca llegó a preguntárselo, cómo fue que le cambiaron de tal manera, el concepto de felicidad.



La historia que nunca existió

El Burrito no la picó para colocarla justo en el ángulo, en una de esas que si te la cuentan no la creés; Atilio no empujó con su grito cargado de llanto la corrida de Cuevitas para dar por muerto a un Racing que se venía; Angelito no entró a la cancha de boca tapándose la nariz; el Pelado no los calló en su propia casa; el Enzo nunca la clavó de chilena, Crespo tampoco; yo no lloré de chico en una definición intrascendente contra boca en Mar del Plata; el Beto no se la puso con la mano a Alzamendi en Japón; el Matador no se rompió el alma contra un palo en un nacional contra Ferro; nunca hubo una pelota naranja flotando en al aire como diciendo "acá estoy, usame, hacé de mí lo que te plazca"; no hay tal anillo del Capitán Beto; Juan Gilberto no guapeó como un titán para darnos la primera gloria internacional; la Maquinita no existió, es solo un cuento inventado por nuestros abuelos para hacernos creer que alguna vez fuimos grandes; los 18 años sin títulos nunca se terminaron; no existe, es pura imaginación de Oesterheld eso de un estadio que parece un templo sagrado, es mentira lo del templo que bombea pura sangre de calidad; no desborda de gente la cancha en cada partido; no salieron de un mismo club, tantísimos grandes que es difícil recordarlos a todos; no es River el club más ganador del país; no existió nunca un nene apodado "Conejito" que doblado en estatura por sus marcadores los dejaba incrédulos, yéndola a buscar adentro y con las piernas enredadas; mi viejo nunca se puso nervioso por mí una tarde de clásico, y tampoco me abrazó inundado de gozo festejando otro River Campeón; Córdoba no la despejó mal, provocando el centro perfecto de Escudero para que Crespo cabecee como lo grande que es, sin ponerse ni un poquito nervioso y nos de la segunda; el Maestro Pedernera nunca rompió una red de un zapatazo; el Mencho nunca hundió pelota, arquero, y todo lo que se interpusiera entre él y la red; Luque no hizo un gol de otro planeta, haciendo pasar de largo a un arquero que se quedó sin ver ni a Luque ni a la pelota, para luego acariciarla de taco al fondo; el Beto no hizo el gol que Pelé no pudo; el Muñeco nunca la colgó en un ángulo; el Pelado nunca se llevó puesta ninguna pierna metiéndole miedo visceral a los contrarios, tampoco el Mariscal, tampoco el Kaiser; el otro Pelado nunca definió como si estuviera en el patio de su casa; el Pato nunca la descolgó de donde no llegan ni las arañas; Amadeo nunca amagó un orsai, dejando al delantero en ridículo y quedándose con un gol hecho; el Cabezón no hizo veinticinco amagues adentro del área para desarmar otros tantos defensores y luego ponerla a cien metros del arquero, pero bien adentro del arco…

Mirá hijo, mirá todo lo que un puñado de inescrupulosos nos quieren hacer creer, que todo eso nunca pasó, que tal historia no existe y que nunca existirá, mirá qué crueles son.
Pero no les des el gusto hijo, no bajes los brazos, te pido que lo sigas sintiendo así como hasta ahora, así como desde la cuna lo sentiste. Orgulloso. No te arrepientas. Desde la cuna te imaginé de esta manera, y aunque hoy nos cueste, el dolor por verte así no me vence y no me arrepiento, desde la cuna lo viviste, lo gozaste y lo sufrís, y desde ahí tu grito me conmueve, desde ese tiempo planeamos juntos los abrazos de gol y las caras largas, desde mi cuna te soñé así, pasional, y ya desde tu cuna superaste por pasional mis sueños, desde la cuna tu memoria se formó de tal manera que ya supera por lejos a la mía, en esa cuna abrazaste tu primera número cinco, para nunca más soltarla, desde la cuna te ayudé a alentar y aprendiste a hacerlo mucho mejor que yo, desde la cuna fuiste poco a poco pintando tu corazón, y repintando el mío, y viviste sin saberlo, acaso algunos de los momentos más lindos de esta pasión, desde la cuna y sin entenderlo, tu sonrisa me contuvo en aquellos tiempos en que me ganaba la desazón, desde esa cuna que en su cabecera, bien cerca de tu carita dormida, vio depositarse hace hoy exactamente quince años, aquel humilde pañuelito rojo y blanco que pude traerte del templo, de ese templo que sí existe, y que aunque hoy esté tan demacrado, pronto, muy pronto, volverá a bombear la misma sangre de la mejor calidad. Hijo, desde esa cuna el sentimiento inexplicable te fue llenando con alegrías el alma y el cuerpo y hoy, de la misma inexplicable manera, dolorosamente veo ese sentimiento transformarse y rebalsarte en tristeza. Por favor hijo, no pienses que todo se perdió, no lo creas, ni creas lo que dicen afuera. Hijo, adentro, bien adentro en el corazón, sabemos que esto no es cierto, que ésta que estamos viviendo será la historia que nunca existió, y en poco tiempo lo podremos demostrar, y ahí estaremos, cantando, alentando y abrazándonos como siempre… fuerza hijo, renaceremos juntos.


Un sentimiento

Una locura sin razón. Un dolor sin consuelo. Unas lágrimas sin esperanzas. Un racimo de nervios irracionalmente justificados. Una lucha interna tan inútil como deliciosa. Un estómago duro como una roca. Una razón desvanecida ante un sentimiento que no deja lugar para otra cosa. Una vergüenza que quiero esconder. Una culpa porque mi misma sangre sufre producto de mi fanatismo. Una noche larguísima de insomnio. Una mañana demasiado difícil. Un montón de huecos en la memoria de lo que fue. Una visión poco clara de lo que va a ser. Una búsqueda de respuestas que nunca vendrán, o mejor dicho, que sí están, pero que no sirven para nada, pues nada podemos modificar.


Tarde



Se levantó agitado, invadido por la culpa.

La noche anterior había reprendido y golpeado brutalmente a su hijo, una vez más.
En el momento sintió haber hecho lo correcto, pero sueños cruentos le mostraron su exceso.
Fue rápidamente hasta la habitación. Quería pedirle perdón. No pudo. Lo acarició con la mirada y lloró. Lo contempló un momento mientras permanecía quieto en su cuna.
Se le hacía tarde. Se vistió presuroso. Cuando estuvo listo fue a saludarlo.
A pesar de su apuro lo destapó despacio.
Un moretón en una pierna lo paralizó. Y otro más, cerca del ojo. Y en la sábana una pequeña mancha de sangre que ya se había secado.
Tiras de imágenes horribles les estallaron en la conciencia. La vista nublada y las manos estremecidas.
Con todo el cuidado que pudo lo alzó en sus brazos para llevarlo con su mamá, que dormía. En el camino trastabilló con un juguete. No se despertó.
Lo apoyó con suavidad. Lo tapó. Se alejó unos pasos. Ninguno de los dos se movió.
Con un beso corto y en el aire, se despidió de ambos. Hasta la tarde.
Cerrando la puerta alcanzó a oír a su mujer que se quejaba, de la manía de su hijo de destaparse a mitad de la noche, y cómo no se enfermaba, con lo helado que amanecía siempre.



Del amor, la soledad



La noche crece y entristece. Han llegado las siete y es su hora. Uno a uno se ubican a su lado. Dos médicos, una enfermera, una sobrina de lejos y un joven que la acompañaba de a ratitos.

Cada tanto el asilo se pone así, algo otoñal y sugestivo, y cada uno de nosotros parece recobrar la memoria de lo que es, y se lo vuelve a preguntar.

Una expresión sobria rodea sus ojos cerrados.
Sobraba edad para esta viejita. Sobraban soledades y esperas, y con tanta vida también podría decirse que le han sobrado años.
Aunque yo no lo creo. Fue mi única amiga en esta última etapa y estoy agradecida que la tuve. Ella también me lo ha correspondido, muchas veces.
Ahora me he quedado algo vacía y sé que voy a extrañarla muchísimo, pero no puedo ser egoísta, y debo decir que igualmente me siento muy feliz por ella.
Ha vivido años muy largos, paciente y sufriendo.
Primero una pérdida, luego la otra.
Primero al hombre que amaba, luego a su querida hermana.
Decir si tuvo o no tuvo familia, en su caso es lo mismo.
Todo la fue dejando sola.

Al él, ya nunca lo quiso encontrar. Pudo más su amor propio.

A ella sí, y ha llegado el tiempo.

Mucho me ha contado de cuanto se quisieron y lo que se extrañaron. De cuando eran niñas, de sus planes juntas, de algunos pequeños logros y tantísimas pérdidas, y también, por supuesto, de la separación, demasiado cruda y dolorosamente tierna a la vez.
Con esos relatos, a los que la lentitud y parquedad de su voz no les quitaba encanto, viajábamos juntas hacia sus primeros años, a su precaria adolescencia y a su pronta juventud. Tiempos intensos que estrecharon tan fuerte el vínculo, que ni el océano que primero las distanció, ni el cielo que luego, demasiado temprano, se llevó a una de las dos, lograron desatar el nudo.

No todos acá conocen su historia. La mayoría ignora por qué a partir de aquella ausencia, su vida forjó un pacto tácito con la soledad.
A mí me lo ha mencionado muchas veces, y es notable como en tantas, nunca, pero nunca, confundió un detalle. Orgullosa de ellas y de su cuento, le daba vida imaginaria al interpretarlo, consciente de haberlo narrado hasta el cansancio, pero fingiendo ingenuidad para volver a hacerlo.

Había nacido en una Italia exigente, presta a combatir y siempre a la espera del conflicto, demandante de mujeres enérgicas y serviles, y en la que la fortaleza física, aun para nosotras, era determinante.
A los ojos de todos, ella había sido desde el principio la más frágil de las dos, la que a menudo caía enferma, y de quien nadie pensaba que podría vivir una vida plena.
Es muy difícil saber si eso era real, o quizás fruto de alguna elección cruel de esos miembros de la familia que carecían intencionalmente de sentimientos.
A mí siempre me aseguró que fue así, que ella estaba muy lejos de ser el tipo de mujer que se necesitaba en aquella época y por eso sufrió prematuramente el desamparo, hasta de su propia familia.
Aunque con el tiempo, de tanto escucharla, yo pude ir haciendo mis deducciones y creo que no me equivoco al intuir que esa hermana, que tan bien la conocía, debió ser la única persona que no la veía así, tan débil y carente de carácter y salud, como lo hacían los demás.
El amor mutuo debe haber sido de lo más genuino que uno alcance a imaginar, digno de sana envidia.
Tanto, que cuando tuvo que tomar una decisión no dudó en ayudarla para que ella que sí podría, hiciera uso de su inagotable salud y emprendiera con decisión y tranquilidad, ese camino que a priori era de ambas, pero que sabían, íntimamente, ya pertenecía a una de las dos.
Dueña de semejantes virtudes físicas, su hermana seguramente lograría vivir mucho más y mejor, y de esa manera honrar con sobras los honores de una familia que los necesitaba.

Y fue así, que nunca repararon en pesares, ninguna de las dos, ni la que se fue y seguramente extrañó hasta el último día, ni ella, que sola vivió, y la siguió extrañando hasta hoy.

Noventa y largos cumplió hace unos días, y el tiempo, que finge distracción pero bien entiende de injusticias, se tomó el paciente trabajo de mostrar a todos aquellos familiares imprudentes, que se habían equivocado demasiado.
Se fue, pienso, para no seguir burlándolos.

Contra tiempo y costumbres se amaron, cambiando reglas y sufriendo distancias, y aceptando las dos un destino impensado. Una volando, en compañía y muy lejos; ella disfrutando el desconsuelo de la soledad.

Y me quedo con el recuerdo de esa voz potente y penetrante, en la que yo me embarcaba y me dejaba llevar. Y que siempre, cada vez que llegaba al punto culminante del relato, me hacía sentir presente aquel día, cuando aun joven y algo enferma, derrochando grandeza sin quererlo, le pidió que fingiera ser ella, y cediéndole el amor del hombre que la tenía, a su querida hermana melliza, le entregó el resto de su vida.



En el nombre de la ciencia, del padre, de los hijos, y de todos los hijos de sus hijos



Emprende con lentitud el trayecto desde el estacionamiento hasta su oficina.

Doscientos pasos separan el auto de su nuevo sillón.
La arboleda lo abraza y acompaña su andar.
La imagen de sus hijos durmiendo, hace apenas unos minutos, le provoca una sonrisa.
Está tranquilo, sabe que falta mucho pero solo es cuestión de tiempo. Por ahora le alcanza con el reciente ascenso. Es un puesto clave, al que le fue muy difícil llegar, y que le asegura mucho poder.

Hasta hace unos años, cuando la compañía se estableció y en poco tiempo dio trabajo a cientos de personas, el pueblo perdía poco a poco su sangre y nadie arriesgaba un buen pronóstico.
Al llegar la empresa, todo comenzó a revertirse, y en los últimos meses, con la explosión de ventas de su nuevo producto, el número de empleados se multiplicó y se espera que continúe creciendo.

Promediando el camino hace un breve repaso mental de las últimas noticias, algunas hablan de su producto estrella, y dan cuenta del gran éxito.
El compromiso del gobierno y los medios de comunicación prestando su ayuda, especialmente en las campañas de marketing, ha logrado excelentes resultados.
Les costó mucho. Durante varios meses dedicaron incesante esfuerzo para concebirlo.
Se sucedieron eternas discusiones acerca de costos, tipos de diseño, ensayos, alternativas de materiales, y por supuesto, efectividad. El producto debía superar ampliamente a su antecesor.
El desafío era importante y hoy por fin siente en el pecho el inmenso placer del deber cumplido.
También hoy es consciente de la gran responsabilidad de tener varios proyectos nuevos esperando en sus manos.

Llegando a la entrada del pequeño edificio, donde se encuentran las oficinas de los ejecutivos, alguien lo recibe abriéndole la puerta.
El tramo final hasta su despacho lo ve pasar silencioso y saludando con ademanes de cortesía a todos, quienes lo observan con admiración.
Se ha transformado en una especie de símbolo de la compañía.
Es un científico notable, sus desarrollos no solo impulsan el crecimiento de la empresa, sino también del pueblo.

Al entrar en su oficina, una secretaria cuelga su saco y le ofrece café.
Mientras se acomoda, reordena las fotos de su familia. Lo hace lentamente, como disfrutando el momento.
Su esposa y sus hijos son su paraíso en vida, lo dice a menudo, y nadie duda que sea así.

Dos llamados telefónicos lo interrumpen.
Primero el intendente, para felicitarlo, desearle muchos más éxitos y recordarle que cuenta con su apoyo, incondicional.
Luego el cura, ahora transformado en obispo, para agradecerle por las obras de caridad y todos los puestos de trabajo que han generado. Le cuenta lo feliz que se siente de ver a su pueblo recuperando la fe, y lo importante de volver a ver gente en las iglesias.
Ambos han seguido de cerca su desarrollo y saben que el resurgimiento del lugar se lo deben a la compañía, y en especial a él.
Todo lo llena de orgullo.

Ya está acomodado en su nueva oficina.
Varias carpetas sobre el escritorio esperan su revisión y firma.
En alguna de ellas quizás se encuentre su próximo producto estrella.
Se recuesta sobre el respaldo del sillón, coloca las manos en la nuca y gira hacia el gran ventanal que tiene a sus espaldas. Sonríe al ver a los camiones de la compañía saliendo cargados de los depósitos, donde enormes misiles teledirigibles, ases del armamento actual, son cuidadosamente empacados para darles destino.
Su obsesión, último logro y motivo de su asenso. El producto estrella en el que puso tanto empeño y al que le dedicó hasta la última gota de destreza y conocimiento. Su mayor concepción científica. Sus hijos.



Ella, y los otros



Luego de cinco años de aislación, torturas y falsa esperanza, cayó demacrado y desnudo, ante una ráfaga de municiones que lo traspasó y dibujó el odio en su cuerpo. Deshaciéndose en sangre, casi no tuvo tiempo de desilusionarse. Agonizó creyendo que también lo estaban buscando, y el mundo estaba rezando, como la buscaban y rezaban por ella, como él también había rezado por ella.



Subido por la fuerza a una camioneta sin ventanas, con la cara tapada y atadas las manos, blanco de golpes y gritos que no entendía, Paulo comprendió que su mundo prometido comenzaba a desaparecer.
Brasileño de nacimiento, Gambiano de descendencia, vivía en Barranquilla desde hacía dos años. Lo había llevado allí una beca ganada en la universidad, y en pocos meses tenía previsto volver a Brasil.
En camino hacia lo que sería su destino, un desmayo certero lo ausentó por un rato, perdiendo algo de memoria y el registro completo del trayecto.
Ya bien adentro de la noche, desplomado sobre una cama de ramas secas, se resignó al sueño, y a lo que fuera que le esperara.
A las pocas horas despertó atado y amordazado dentro de una choza sucia, primitiva, y solo.
Durante los días siguientes, el hambre y las sogas se encargaron de presagiarle un final, del que solo lo separaban unos pocos años, interminables, de vida mortificante.
Nunca pudo comprender lo que pasaba, nunca supo si había sido víctima de un error, nunca se lo aclararon.
Su única esperanza se sujetaba a la idea de que muchos afuera estarían buscándolo, amigos, familia, policía, compañeros de trabajo y de universidad, algún funcionario local del gobierno de Brasil, personas anónimas solidarias.
Así vivió cinco años, aferrado a una espera que poco a poco se iba deformando a resignación. Y aunque nunca dudó que su familia y amigos no renunciarían hasta encontrarlo, el pasar del tiempo y los constantes rumores llegados de afuera, le demostraban que sin ayuda de la justicia, los medios de comunicación y los gobiernos, sería casi imposible su hallazgo.
En uno de los tantos traslados la conoció, no sabía quién era y un compañero de choza le contó la historia. Como casi todos los que alguna vez la conocieron, el golpe de confianza al verla fue muy fuerte. Por un momento se sintió igual a ella, o al menos igualado en el sufrimiento, sintió que si a ella, que hacía tanto tiempo estaba allí, aun la seguían buscando, y cada vez con más énfasis, seguramente también lo estarían haciendo con él y con el resto. Al conocerla y poder cruzar unas palabras, la idea de volver a ser libre retomó fuerzas.
Y entonces creyó, en la justicia, en los medios de comunicación, en los gobiernos.
Y rezó, por él, por sus compañeros de choza, y por ella.



2029



Ya no hay madres ni abuelas que los busquen.

No queda quien pelee por ellos y su nombre.
Lo único que se escucha es un llanto de dolor lejano en la historia. Un dolor que solo sienten los que ya se fueron, porque los que siguen solo podrán verlo en páginas parciales de algún libro.

En otra época todavía podía respirarse algún volátil aire de espera.
Ahora, ya hace tiempo que no hay.

Otra vez, y no como en los cuentos, en esta historia que es real, ha triunfado la desidia de los malos. Historia distinta de la enseñada, escrita con el padecimiento y el pulso de los que perdieron. Su vida, sus hijos, sus padres y los hijos de sus hijos, los que perdieron su sangre, su calma y su lucha, su descendencia y su paz. Esa historia con vencedores injustos, que nunca ofrecerá revancha y que acaba de llevarse al último eslabón de testigos y luchadores.
Abuelas no quedan, todas se han ido y nos consolamos con su ausencia.

Y ese dolor que persiste se hace adulto, porque hoy, abandonada en la cama vieja que alguna vez usó su hijo, la última madre acaba de marcharse para siempre, llevándose con ella el postrero bosquejo de confianza que los que quedan podrían tener en la justicia.

Y nos deja el duelo, por ellas, abuelas y madres que nunca hallaron en vida, el encuentro que seguramente les dará la muerte.



Tan solos



Naufragó su barco.
Aferrados a maderas rotas los recibió una isla tranquila y despoblada.
Hasta ser rescatados vivieron allí noches extensas y días calurosos.
Únicamente ellos, mujer y hombre, llenaban los espacios que la soledad planteaba.
Era uno de esos lugares donde el pecado pierde su nombre, altera su forma y cambia el sentido.
Ambos dignos del paladar más exquisito.
Y ambos tentados con tan cercano manjar...
y a pesar de todo...
nunca se besaron, ni siquiera se tocaron.
Para qué...
si tanta era la soledad...
que no había a quien contárselo.



Cambio de planes



Querida:
El sueño que intento conciliar no aparece ni en sombras debido a la duda incesante, que he de plantearte por medio de esta carta.
Una tristeza muy extraña noté ayer en ti, durante el funeral de tu esposo, trágicamente difunto.
No pude dejar de ver en tu persona los signos elocuentes del abatimiento, el desconcierto y la desesperanza. Desarmada en vida te percibí. Tus ojos, fuente interminable de lágrimas, llegaron incluso a mojar los míos a la distancia.
Lo que emanabas era una tristeza demasiado real, de muerte, de incertidumbre, del corazón.
Por supuesto siempre supuse que lo ibas a fingir muy bien, mas nunca creí que pudieras sufrirlo de esa manera. Eso sin dudas era fruto de la cruda realidad. Creo conocerte lo necesario como para sentir en mi pecho el alboroto del tuyo.
Con el fin de evitar sospechas en los presentes, me esforcé mucho por no exagerar mis condolencias ni mi abrazo contenedor. Necesité una frialdad extrema para no abrazarte y fundirme contigo como hubiese deseado.
Amor mío, objeto de mi pecado más terrible, hoy al fin tenemos en las manos todo lo que hace tanto queremos. Tenemos el tiempo, la fortuna, la pasión, las fuerzas. Y sobre todo nos tenemos a nosotros, libres, para disfrutarnos, para bajar los sueños a la tierra y vivir, por fin, juntos.
Y aun teniendo todo eso, no logro hacer que la duda abandone mi pensar. ¿Qué es, amor mío, lo que genera en ti tan denotada tristeza?


Querido:
He pensado largamente en estas horas, desde que mi esposo nos dejó.
Es verdad, mis lágrimas eran ciertas, no era yo quien manejaba mis ojos, y mi pesar no se lo desearía ni al verdugo más experimentado.
Es por eso que he pensado tanto y entonces pude darme cuenta de algo.
En realidad, mi amante fiel, quisiera que seas tú quien se quede con todo lo que hemos logrado. Con nuestro tiempo, con la fortuna que heredamos, con los sueños. Con todo lo que tenemos y sentimos puedes quedarte.
Disfruta todo lo que una vez planeamos, vive con pasión y recuérdame siempre, viva como hasta hoy.
Ya no te necesito.
Ya no te pienso ni te extraño.
Sé que soy cruel contigo, pero debes saber que el único sentimiento que hoy llena mi alma es la tristeza. Y es una tristeza sin adjetivos, una tristeza que no admite variantes ni apelación. Es la única y primitiva tristeza.
Y entonces, tú, motivo de mis planes más oscuros, también deberás entender que ya nada de lo que pensamos es lo mismo para mí.
Al armar con dedicación y esmero esta trama secreta, nunca supe contemplar algo que era tan importante como el plan mismo.
Y ahí radica, quiero que sepas, el motivo de mi tristeza.
Ahora nada de esto tiene sentido, querido...
...es que ya no tengo a quien engañar.