Duda



Lo mirábamos sin saber, estábamos cerca, y no lográbamos darnos cuenta.

El cuarto antiguo y pequeño, clausurado a la luz del día, comprimía la tensión y disipaba la noción del tiempo.
Ellos eran varios, alrededor nuestro, que nos amenazaban, que no habláramos.
Y nosotros, hasta nuestros latidos queríamos callar, para que no dudaran.
Conmovía el silencio, nos mirábamos de reojo, sin movernos. Nos observaban con recelo.
Tenían miedo de que alguno no fuera quien decía ser, y nos mostraban sus armas.
Entre ellos hablaban en voz muy baja y hacían gestos.
Los nervios podían traicionarlos, y hacerles perder la poca compasión que todavía ostentaban.
Era imposible no temerles.

Todos nosotros creíamos, y deseábamos, que el hombre tendido en el suelo fuese él. Pero ninguno estaba seguro, lo que aumentaba el temor.
Intuíamos que ellos sí lo sabían. Pero no teníamos forma de averiguarlo. No podíamos preguntarles. Había que fingir que nosotros también estábamos seguros, de que sí era, y callar.

No era solo el silencio lo que conmovía, también el frío, el frío de esa muerte y de nuestro sudor, que nos recorría y nos inquietaba. Que a cada momento nos mostraba que también éramos protagonistas.

Aunque habíamos trabajado muchísimo para encontrarlo, a esa altura ya nadie deseaba estar ahí. La duda no nos dejaba gozar, por nosotros y por tantos, esa muerte supuestamente justa.
Teníamos la primicia, y quizás la venganza, pero ya no la podíamos disfrutar genuinamente.
Los deseos de salir nos ganaban. La incertidumbre y el miedo a que se dieran cuenta, nos proponían esa encrucijada.
Luego de varias horas, nos convencimos de que no nos iríamos de allí con certeza alguna.
Casi como si lo hubiesen notado, de repente y sin avisarnos, decidieron sacarnos. En silencio, de muy mala gana y manera, nos llevaron lejos.

Era un hecho que esa duda no la resolveríamos aquel día, ni el siguiente, quizás nunca. Pensábamos que tal vez el tiempo nos ayudaría a saber la verdad.

Aun seguimos esperando.
Al mundo le hemos contado que fuimos sus ojos y oídos. Que la justicia divina hizo por fin su parte y se tomó desquite. Que solo expresamos verdad y ya no quedan inseguridades. Y la gente, tan necesitada de esa justicia y venganza, nos ha creído.
Pero nunca fue así.
La duda, lejos de marcharse, se agiganta con el tiempo y devora poco a poco nuestra paciencia y esperanzas.

Mientras tanto, seguimos deseando, con todo el corazón, que el hombre tendido en aquel suelo viejo haya sido él.
Igualado con su víctima en su estado natural.
Mas nunca igualado en la memoria.

“No se olviden...”, fue parte de la consigna.
Y no olvidamos.