Reconocimiento



Es hombre humilde, de caminar manso y modales simples.

Su sonrisa disimulada entre arrugas, confiesa una alegría imperfecta, hija de la resignación.
Hace tanto que habita la misma casita, que ya no recuerda si alguna vez tuvo otro hogar.
Fruto de un guaraní cansado, sus pocas palabras se insinúan deformadas por el tiempo y el trabajo duro.
Poco habla, y menos se le entiende. Mucho se ocupa y nada vive.
Saluda con gesto esmerado y condescendiente.
Nunca esboza lamentos y honra su vida de una sola manera, trabajando.
Ya en pie despide a la luna, y entre palas y escobas la vuelve a recibir.

Tiene a su cargo el mantenimiento de un colegio prestigioso, que en estos días celebra sus primeros cuarenta años.
La institución ha crecido mucho desde las dos aulas iniciales, y gran parte se logró gracias a su labor. Fue su pala afilada la que le arrancó la virginidad al terreno donde hoy se erige la escuela.
Siempre se sintió un tanto dueño de aquel emprendimiento. Pero nunca lo dice. No lo cree pertinente.
Al revés que sus patrones, su propia economía nunca le dio excedentes, pero jamás reclamó mejoras. Al contrario, se siente agradecido de ganar solamente lo que ellos crean justo.

Hoy hubo festejos, y al fin recibió su homenaje, tan justo como postergado. Los dueños lo felicitaron y le agradecieron tantos años de honestidad y sacrificio. Dijeron palabras honrosas ante un público emocionado y la gente lo aplaudió de pie y coreó su nombre. Todos le expresaron gratitud.
La celebración fue extensa, la emoción y los recuerdos llenaron las caras de sonrisas y de lágrimas, y el festejo fue una viva muestra del paso del tiempo.
Más tarde, luego de las distinciones y los aplausos, cuando la música y las palabras sentidas cedieron su espacio al murmullo de la retirada, él mismo se encargó de la limpieza y el orden. Le llevó un largo rato y cuando terminó, ya bastante tarde, tomó su bicicleta vieja, apagó las luces, y regresó despacito a su casa. Ansioso por contarles la experiencia a su esposa y a sus hijos, y a los nietitos que viven con ellos.
No se había animado a pedir permiso para invitarlos, y nadie se lo ofreció.
Al llegar lo recibieron con impaciencia y comenzó el relato apurado, contagiándolos de orgullo. Mate de por medio, la charla continuó hasta que dieron los ojos.
Y entonces llegó el tiempo del descanso, y cobijado por el sosiego posterior a una noche agitada, se concedió al sueño, escasamente reparador.
A las cinco, como siempre, tuvo que levantarse, para ser el primero en llegar a la escuela.

Al promediar la mañana se encontró con su patrón, quien lo saludó atentamente, mostrándole una mueca viciada de falsa complicidad. Y caminando a su lado, mirando al piso, le apoyó dos veces la mano en la espalda. Y viéndolo a la cara, una en el hombro. Como cada mañana.
Y sabiéndose nuevamente sin derecho a reclamos, le dio las gracias y continuó trabajando, acusando en su rostro el placer que da la inocencia, y aliviando el dolor en su espalda con el recuerdo vivo del reconocimiento.

Y la mañana siguió, y seguirá. Y como si no hubiera lugar para otra historia, él continuará siempre así, convencido, honrando su vida, disfrutando de ella y entregándola a cambio de elogios y de la tranquilidad de saber que no le falta empleo.

Y pasarán pocos años hasta que un día el agotamiento físico someta en el pleito al empeño.
Y entonces se irá.

Sabiendo.
Ignorando.

Sabiendo, que trabajó muy duro, dando todo lo que tuvo, de tiempo y de vida, y se lo reconocieron, y eso lo hizo muy feliz hasta sus últimas fuerzas.

Ignorando, porque nunca llegó a preguntárselo, cómo fue que le cambiaron de tal manera, el concepto de felicidad.