El miedo termina



Sus pasos vertiginosos delatan el terror que pretende disimular, y el espanto provoca estragos en sus movimientos. Con la mano izquierda sostiene firmemente la bolsa, con la otra busca la llave. Preocupado examina la escena a su alrededor, deben estar cerca, quizás llegando a la esquina. Tiene que entrar antes que den la vuelta y lo vean. El sudor en su frente se convierte en ríos que desdibujan su cara. Siente las miradas en los hombros. Su corazón late con una vehemencia que ya no recordaba. Se toca la boca del estómago, presionando al tiempo que inspira profundo. Imagina lo que podría suceder si dan con él, y se arrepiente, pero ya es tarde, como cada vez que se arrepintió.

Llegando a su casa un vecino le ofrece un saludo desde la vereda de enfrente y él se lo devuelve sin mirarlo, lo mejor será que nadie se le acerque.
La llave se esfuerza por no entrar; como si fuera cómplice de su pánico, parece mucho más grande que el orificio. Corrobora que sea la correcta y mientras mira a todos lados, se sigue preguntando por qué, y no se responde. De pronto logra introducirla, pero no gira, entró al revés, y cuando quiere sacarla ya no puede. Tira con fuerza apoyando su pierna derecha en la reja y utilizando las manos, para lo que deja la bolsa en el piso. Los pensamientos que lo atormentan hacen que el forcejeo le pase inadvertido. Luego de varias maniobras logra sacarla.
Se propone calmarse, pero con ellos tan cerca es imposible. Una vez traspasada la reja, aun le restará la puerta del frente, hecha especialmente de madera maciza y bien dura y con una cerradura pensada a prueba de venganzas. Otro desafío, y más sabiendo que esa sí suele funcionar mal.
Se deben estar acercando y el tiempo se acaba.
Cinco segundos, quince latidos, le lleva abrir la reja. Entra y la cierra apurado, no le cuesta tanto como abrirla. Al girar sobre su pie, tropieza con una maceta, pero logra mantenerse parado. Mientras busca la otra llave, mira el manojo tan grande y viejo que hace tiempo no usa. La cerradura inviolable, otrora sinónimo de tranquilidad, se transforma ahora en su obsesión. Como era de esperar, el giro se le complica otra vez. El pánico aumenta, es que ahora, además de hacerlo rápido, debe procurar no hacer ruido. Si estuvieran cerca, y aunque el ángulo de visión desde las veredas vecinas impidiera que lo descubran, puede que sí lo escuchen.
Mientras está tratando de abrir, dos adolescentes distraídos pasan caminando y lo sobresaltan. Les murmura un insulto, y se sorprende cuando uno de ellos lo escucha y lo mira sin entender. Esa mirada, quizás inadvertida para el joven, se le vuelve muy preocupante. Si vienen más atrás, podría llamarles la atención y darse cuenta que lo observa a él. Nuevamente los insulta silenciosamente, y los mira con furia para espantarlos y que no le hablen. Lo logra, siguen caminando y lo pierden de vista.
Consigue abrir la puerta, entra y la empuja con prisa, con un movimiento ágil y cuidado, propio de un felino.
Ahora se siente algo más calmo, es factible que no lo hayan visto entrar. Por las dudas no enciende ninguna luz y permanece un momento en silencio. Está agitado pero sus latidos poco a poco van recobrando un ritmo aceptablemente normal. Se sienta sigilosamente en una silla cerca de la puerta, para descansar y esperar que transcurra un poco de tiempo. Unos cuantos minutos y esto habrá acabado, piensa; y piensa... y mientras su cuerpo cansado se deja engañar por el relajo aparente, un cabo suelto de su memoria le muestra que la tranquilidad comienza a volverse efímera.
En un salto del cual él mismo se sorprende, se asoma por una hendija de la ventana y ve lo que su mente le rescata del pasado inmediato: desde la vereda, inmóvil y resignada a un olvido mortal, la bolsa lo delata en silencio.

Su corazón no le permite el tiempo para lamentarse, clavándole estacas desde dentro del pecho le advierte nuevamente el peligro. Continúa espiando y ve a uno de ellos que llega corriendo y toma la bolsa, da un vistazo a su interior y asombrado por el descuido, dirige la mirada hacia la casa y hace un gesto con su mano, como marcándole a alguien que lo han encontrado. Un escalofrío le llena el cuerpo de hormigas y el pensamiento, de picanas. No puede permitir que le suceda otra vez. Ya no es tan fuerte como entonces, y no cree poder soportar algo siquiera parecido a aquellos tormentos. Demasiadas veces ha repetido que antes que eso preferiría morir.

Con algo de intuición y otro poco de tacto camina despacio guiándose hasta el aparador de la cocina, no es un lugar usual, pero ahí esconde un viejo revolver. En el trayecto suena el timbre, y es como si una bomba le hubiese explotado en el pecho y desintegrado sus tímpanos. Se apura por encontrar el arma y casi en el aire se dirige nuevamente hacia la ventana; mientras tanto la revisa al tanteo y rememora la única vez que lo usó, cuando sacrificó a su gato. Nunca logró reponerse de tan soberbia eutanasia. Ve a dos de ellos que están hablando. Trata de escuchar lo que dicen, pero la distancia se lo impide. Es conciente de que si abre se convertirá en presa abatida, ahora o después. Si es ahora, todo termina ya, sin epílogos ni dubitaciones; si es después, acabará luego de los suplicios y las venganzas. Si no abre quizás entren por la fuerza, pero cuenta con algo a favor, hay vecinos en la calle, y conociendo de antemano como suelen proceder, supone que no harían nada que pueda llamar la atención de la gente. Para ganar tiempo va nuevamente al aparador, recuerda que en algún rincón había guardado unas balas. Casi a ciegas, comienza la búsqueda. No las encuentra. Con el codo empuja sin querer un vaso, que se destruye en un alarido contra el suelo. Paradójicamente, el ruido de los vidrios es ahogado por el timbre que tanto necesitaba callar, y que ahora, nunca mejor ubicado en el tiempo, se convierte en su salvador momentáneo.
Pisando vidrios rotos busca en otro mueble, una alacena ubicada en la pared opuesta. Unos pocos segundos silenciosos ayudan a su concentración y logra encontrar una cajita. Respira. Es un paso. Con su mano temblorosa toma una de las balas, con la otra sostiene la caja y el arma. Vuelve a retumbar el sonido del timbre, más largo y repetitivo, y otra vez perturbador. Posterga un momento la carga. Usando sus manos como vista y procurando apurarse sin emitir más sonidos, va nuevamente hasta la ventana. Para su sorpresa ve al vecino hablando con ellos y gesticulando, parece estar explicándoles que lo ha visto entrar; por meterse en temas que no debería, se está convirtiendo en su oportuno traidor. Llega un tercero. Apartándose unos metros, uno de ellos le dice algo, parece darle una indicación, y le entrega la bolsa apretándole la mano, como exigiendo que la coloque a resguardo, o que la proteja con su vida, que sería lo mismo, piensa, y toma más conciencia, y más se atemoriza.
La poca luz que dan las luminarias de la calle, sumado a la cortina que no quiere correr, hacen que vea todo un tanto difuso. Llega un vehículo oscuro y estaciona frente a su puerta. No consigue ver cuantos hay en su interior, pero nota que le piden al vecino que se acerque. De pronto alguien abre la puerta y sin decirle nada le dispara un tiro silenciado que parece partirle el pecho en dos. La imagen del hombre encorvándose hacia atrás ante el disparo certero y mortal, dejando inercialmente sus brazos y cabeza adelante, le provocan un ardor en su estómago, como si le hubiesen disparado a él.
Entre dos toman al hombre muerto antes que caiga al suelo, y lo cargan en el auto, que se aleja inmediatamente, llevándose también al portador de la bolsa. Se estremece, piensa que harían con él y la tensión se le hace carne hasta en los poros percudidos de su piel. Ya no hay testigos que puedan salvarlo. Vuelven a ser dos, y están tratando de trepar a la reja. Lo invade la impotencia, por un momento siente que va a ser solamente una cuestión de tiempo, del escaso tiempo que tardarán en entrar y cerrar de una vez sus ojos, ya aturdidos de tanta vida. Va y vuelve de ese abatimiento, por segundos se deja estar, se entrega a la muerte lenta que sabe que le espera, y luego retorna intentando mostrarse a sí mismo aquel ímpetu combativo que supo ostentar cuando joven. Y se plantea dar pelea. Y así transcurre un corto momento que lo deposita, sin proponérselo, en la conclusión de que no sería él si no lo intenta. Entonces se convence de que intentarlo significa tirarles, antes de que ingresen. Y lo va a hacer.
La oscuridad y al apuro dificultan la carga del arma. Logra poner la primera bala justo cuando un golpe ensordecedor llega desde la puerta. Están ahí, a un paso, y no admite que lo encuentren. Es muy tarde, pero no va a darse por vencido. Ya se llevaron la bolsa, ahora debe procurar que no se lo lleven al él, al menos, que no se lo lleven vivo. Su cabeza rebalsa de imágenes pasadas que no puede volver a soportar.
Corriendo agachado logra ocultarse detrás de un sillón, desde donde podrá ver cuando entren, pero será casi imposible que lo vean, a menos que enciendan las luces, y como la tecla no está al lado de la entrada, tendrá el tiempo justo para dispararles. Otro golpe sacude sus esperanzas. Casi lo logran. Recuerda que al entrar tan rápido no le puso llave a su cerradura inviolable. Busca la segunda munición. Sus dedos transpiran y hacen que la caja se resbale provocando que las balas se desparramen sobre la alfombra. No sabe cuantas había, pero por el poco ruido, supone que no más de dos o tres. Busca la única que le falta, tantea a sus lados. Cree encontrarla. La puerta cae, uno de ellos entra, y detrás el otro. Ve las sombras. Están ahí, cara a cara aunque no lo vean. Llegó el momento y como sea, no va a suceder otra vez. Se lo ha jurado. El primero en entrar toca las paredes buscando la llave de la luz. El segundo lo cubre apuntando. No hay más tiempo. No puede permitirlo. Entorna los ojos y contiene el aliento.
No se lo van a llevar.
Duda un momento.
El tiempo termina.
Decide.
El miedo también.



Campo de batalla



El sol los estrujaba y evaporaba toda gota de sudor que se atreviera a emerger.
Era una de esas tardes de verano en las que la calle se transformaba mágicamente en campo de juego y la pelota los unía en el ritual. Momentos inolvidables que se parecían más a un trance, que a un simple juego de niños.
Los gritos de festejos y de enojos callaban cualquier intento de llamado por parte de sus padres o abuelos.
El último gol recién había estallado y estaban a punto de retomar el encuentro cuando notaron que un carro de botellero se acercaba al paso tranquilo de su caballo.
Se corrieron para dejarle lugar, sin prestarle demasiada atención, todos muy apurados por continuar el partido.
A medida que el carro se acercaba, veían con más claridad que no venía un típico botellero, hombre grande, de apariencia desgastada y ruinosa, sino dos chicos, quizás como ellos, quizás más pequeños.
Como de costumbre, cada una de las pocas veces que un auto, bicicleta o carro se asomaba por esa calle, el alto del juego parecía interminable, y todos se ponían muy ansiosos.
Uno de los chicos más niños del grupo, y también el más tranquilo, se encontraba a la altura de un arco, cercano al lugar desde donde se aproximaba el carruaje.
Como los demás, él aguardaba quieto, profundamente deseoso de que termine ese minuto eterno.
Las ruedas del carro giraban lentas y despreocupadas, como cansadas, indiferentes a todo lo que pasaba en la calle. Y el anhelo del niño de continuar con el partido, inversamente proporcional a la lentitud de las ruedas, hizo que su primera calma, aparente calma, de a poquito fuese dejando lugar a un repetitivo movimiento tenso. Los segundos pasaban y la carreta tardaba cada vez más. Empezó a invadirlo una sensación confusa, como presintiendo algo malo.
Tuvo la impresión de que aquellos personajes salvajes, no sabía por qué, pero terminarían arruinándole por completo su juego. Dos botelleritos rufianes, resentidos por no poder estar jugando como ellos, harían su paso lo más lento posible para evitar que siguieran con el partido. Veía en sus caras las más explícitas señales de odio. Mientras en la suya, como espejo de aumento, sentía reflejarse sentimientos aun peores.
No tardó en imaginar la batalla en la que él y sus amigos, cual pueblo sufriendo una invasión, se apostarían para defenderse de esos rencorosos usurpadores empeñados por no dejarlos divertirse, solamente porque ellos no podían hacerlo.
Si no lo hacían rápido, ese carruaje, como un brutal vehículo de guerra arrastrado ya no por uno, sino por varios animales feroces capaces de devorarlos, acabaría con su juego y espacio que bien ganado tenían.
La amenaza era un hecho. Miró a sus compañeros buscando camaradería, y aunque notó el descontento con la situación, ninguno atinó a devolverle la mirada.

Su enojo aumentaba con cada paso de la fiera, y las ganas de golpearlos se hacían incontenibles. De manera violenta habría que enseñarles con quien se metían y ponerlos en su lugar.
Con apuro buscó algo que lo ayudase a consumar su acto bestial, y el arma, como parte de un destino nunca imaginado, estaba allí, esperándolo y presta a servir para lo que realmente había sido creada.
El poste izquierdo del arco se incrustaba entre sus manos, amenazante, listo a ejecutar el mandato.

Fruto inmaduro de un prejuicio infundado, aquel niño sereno se estaba transformando en un guerrero sanguinario, casi inhumano, capaz de aniquilar sin pena a un enemigo tan casual como imaginario.

El instante, eterno para él, en realidad duró muy poco. Cuando los dos distraídos ocupantes del carro advirtieron que estaban en medio de un partido agitaron rápidamente las riendas y el caballo aceleró su galope, alejándose velozmente y permitiendo que el juego se reinicie sin demoras.

Todos volvieron a jugar, menos él, que ya no pudo. Nueve años tenía y necesitó sentarse para entender.
Por unos cuantos minutos permaneció callado y pensante. Un guiño amargo desdibujaba su carita y sus ojos debían recurrir a todas sus fuerzas para contener el llanto.
Luego de un rato pareció despertarse. En silencio buscó una piedrita blanca, dibujó un corazón sobre la vereda y le coloreó una mitad, y con un pedacito de carbón, la otra.
Y por fin lloró, impotente y desconsolado, contemplando, a muy temprana edad, como su inocencia de niño se marchaba para siempre... al paso tranquilo de aquel caballo.



La inocencia, la felicidad plena




El siguiente texto es un pequeño fragmento de una narración encontrada y transcripta en 1869 por el incisivo explorador inglés llamado Joseph Sttein.

En la misma se describía la manera en que un ciudadano maya expresaba su estado de ánimo a sus pares, quienes lo contemplaban orgullosos.

Sentado sobre el pasto, descansado, con la cara curtida pero bosquejada por trazos de satisfacción, el reciente padre agradece así:

«Dos noches distamos ya de ese precioso momento en que la reina Cab [1] nos obsequió lo que tanto deseábamos.

Clareado por una luna enorme y brillante, el vientre digno de la madre se abrió al mundo y alumbró el camino para que nuestro niño brote de su interior.

Ahora el sol abriga a ambos. Los dolores de la madre se han ido y con lágrimas lo bendice, a cada caricia y con cada mirada.

Estamos los tres aquí, de carne y de alma reconfortados. Rodeados de los nuestros, que son como nosotros.

El niño llora y se alimenta de ella; y ella lo cuida más que a ella misma.

Y yo los brazos, plenos de fuerza contengo.

Inundado el cuerpo de sangre renovada, de sangre nuestra que ahora es una; dispuesta más que siempre a ser latida, a ser honrada.

La ilusión nos conmueve, y es ahora, que nuestros días y nuestras noches no serán iguales, no estaremos solos.

Todos aquí celebran al bien nacido. Reunidos celebramos la vida nueva y la nuestra.

La tierra, el aire, el sol y el agua expresan su emoción a nuestro alrededor, augurando épocas fructíferas.

Maizales extensos nos abrazan y el niño que nos enviaron fortalece esa idea.

Hechizados por una calma bella, más bella que los ojos y más calma que el silencio, esperamos todos juntos el futuro promisorio.

Retumban nuestros corazones, agradeciendo con devoción a IxChel [2] por haber confiado en nosotros; y completos, y colmados, de gozo y de esperanzas, nos regocijamos porque sabemos, que los tiempos mejores todavía están por llegar.»

[1] Cab: Tierra, en maya yucateco

[2] IxChel: Diosa maya de la fertilidad


El relato concluye dejando constancia de la fecha. Me
permito transcribirla tal cual está, en su idioma original:

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(11 de octubre de 1492, en el calendario Maya)