2029



Ya no hay madres ni abuelas que los busquen.

No queda quien pelee por ellos y su nombre.
Lo único que se escucha es un llanto de dolor lejano en la historia. Un dolor que solo sienten los que ya se fueron, porque los que siguen solo podrán verlo en páginas parciales de algún libro.

En otra época todavía podía respirarse algún volátil aire de espera.
Ahora, ya hace tiempo que no hay.

Otra vez, y no como en los cuentos, en esta historia que es real, ha triunfado la desidia de los malos. Historia distinta de la enseñada, escrita con el padecimiento y el pulso de los que perdieron. Su vida, sus hijos, sus padres y los hijos de sus hijos, los que perdieron su sangre, su calma y su lucha, su descendencia y su paz. Esa historia con vencedores injustos, que nunca ofrecerá revancha y que acaba de llevarse al último eslabón de testigos y luchadores.
Abuelas no quedan, todas se han ido y nos consolamos con su ausencia.

Y ese dolor que persiste se hace adulto, porque hoy, abandonada en la cama vieja que alguna vez usó su hijo, la última madre acaba de marcharse para siempre, llevándose con ella el postrero bosquejo de confianza que los que quedan podrían tener en la justicia.

Y nos deja el duelo, por ellas, abuelas y madres que nunca hallaron en vida, el encuentro que seguramente les dará la muerte.



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