Campo de batalla



El sol los estrujaba y evaporaba toda gota de sudor que se atreviera a emerger.
Era una de esas tardes de verano en las que la calle se transformaba mágicamente en campo de juego y la pelota los unía en el ritual. Momentos inolvidables que se parecían más a un trance, que a un simple juego de niños.
Los gritos de festejos y de enojos callaban cualquier intento de llamado por parte de sus padres o abuelos.
El último gol recién había estallado y estaban a punto de retomar el encuentro cuando notaron que un carro de botellero se acercaba al paso tranquilo de su caballo.
Se corrieron para dejarle lugar, sin prestarle demasiada atención, todos muy apurados por continuar el partido.
A medida que el carro se acercaba, veían con más claridad que no venía un típico botellero, hombre grande, de apariencia desgastada y ruinosa, sino dos chicos, quizás como ellos, quizás más pequeños.
Como de costumbre, cada una de las pocas veces que un auto, bicicleta o carro se asomaba por esa calle, el alto del juego parecía interminable, y todos se ponían muy ansiosos.
Uno de los chicos más niños del grupo, y también el más tranquilo, se encontraba a la altura de un arco, cercano al lugar desde donde se aproximaba el carruaje.
Como los demás, él aguardaba quieto, profundamente deseoso de que termine ese minuto eterno.
Las ruedas del carro giraban lentas y despreocupadas, como cansadas, indiferentes a todo lo que pasaba en la calle. Y el anhelo del niño de continuar con el partido, inversamente proporcional a la lentitud de las ruedas, hizo que su primera calma, aparente calma, de a poquito fuese dejando lugar a un repetitivo movimiento tenso. Los segundos pasaban y la carreta tardaba cada vez más. Empezó a invadirlo una sensación confusa, como presintiendo algo malo.
Tuvo la impresión de que aquellos personajes salvajes, no sabía por qué, pero terminarían arruinándole por completo su juego. Dos botelleritos rufianes, resentidos por no poder estar jugando como ellos, harían su paso lo más lento posible para evitar que siguieran con el partido. Veía en sus caras las más explícitas señales de odio. Mientras en la suya, como espejo de aumento, sentía reflejarse sentimientos aun peores.
No tardó en imaginar la batalla en la que él y sus amigos, cual pueblo sufriendo una invasión, se apostarían para defenderse de esos rencorosos usurpadores empeñados por no dejarlos divertirse, solamente porque ellos no podían hacerlo.
Si no lo hacían rápido, ese carruaje, como un brutal vehículo de guerra arrastrado ya no por uno, sino por varios animales feroces capaces de devorarlos, acabaría con su juego y espacio que bien ganado tenían.
La amenaza era un hecho. Miró a sus compañeros buscando camaradería, y aunque notó el descontento con la situación, ninguno atinó a devolverle la mirada.

Su enojo aumentaba con cada paso de la fiera, y las ganas de golpearlos se hacían incontenibles. De manera violenta habría que enseñarles con quien se metían y ponerlos en su lugar.
Con apuro buscó algo que lo ayudase a consumar su acto bestial, y el arma, como parte de un destino nunca imaginado, estaba allí, esperándolo y presta a servir para lo que realmente había sido creada.
El poste izquierdo del arco se incrustaba entre sus manos, amenazante, listo a ejecutar el mandato.

Fruto inmaduro de un prejuicio infundado, aquel niño sereno se estaba transformando en un guerrero sanguinario, casi inhumano, capaz de aniquilar sin pena a un enemigo tan casual como imaginario.

El instante, eterno para él, en realidad duró muy poco. Cuando los dos distraídos ocupantes del carro advirtieron que estaban en medio de un partido agitaron rápidamente las riendas y el caballo aceleró su galope, alejándose velozmente y permitiendo que el juego se reinicie sin demoras.

Todos volvieron a jugar, menos él, que ya no pudo. Nueve años tenía y necesitó sentarse para entender.
Por unos cuantos minutos permaneció callado y pensante. Un guiño amargo desdibujaba su carita y sus ojos debían recurrir a todas sus fuerzas para contener el llanto.
Luego de un rato pareció despertarse. En silencio buscó una piedrita blanca, dibujó un corazón sobre la vereda y le coloreó una mitad, y con un pedacito de carbón, la otra.
Y por fin lloró, impotente y desconsolado, contemplando, a muy temprana edad, como su inocencia de niño se marchaba para siempre... al paso tranquilo de aquel caballo.



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