Morenita



La simpatía y cariño de la pequeña Morenita los había conquistado desde el primer encuentro.

Cada vez que los visitaba en brazos de María, su mamá, el día se convertía en una fiesta donde ella era la reina.
Al ver a su hija tan mimada, María parecía descansar de penas.

Ellas vivían junto a sus cuatro hermanos, en una casilla humilde, húmeda y erosionada por los años sin trabajo. Una casilla que temblaba de frío en cada invierno y se incendiaba en los veranos. Perdida dentro de un barrio en el que era difícil distinguirla.
Su único medio de subsistencia lo aportaban los hijos grandes, a quienes la experiencia de la calle les había enseñado el oficio de pedir.
Era comprensible que María disfrutase tanto esos encuentros en que la alegría de ver a su hijita contenta, lograba aplacar por un rato las miserias que enfrentaba a diario.

Tal cual agua de deshielo, que hace camino en su deslizar, todo se dio con absoluta fluidez.
Alargando cada vez más las visitas, Morenita se fue quedando de a poco, y una tarde común, en que el olvido se apoderó de su sonrisa, María no fue a buscarla, y en menos que un suspiro, su mamá cambió de nombre, y su destino, de lugar.

La extrañó la primera noche, quizás la segunda, y desde la tercera ya nunca más supo de ese sentimiento.
Regresaba María cada tanto a visitarla, pero en cada despedida, con una naturalidad que abrumaba, y de la que nadie se atrevía a extrañarse, Morenita la saludaba con cariño, y la abrazaba con sonrisas, intuyendo quizás, que era lo mejor para ambas.

Como casi siempre, el reloj que mide la felicidad pasó demasiado rápido, y al poco tiempo, solo tres años, la pequeña Morenita enfermó.

A pesar del final abrupto, esas tres primaveras en su nuevo hogar, habían alcanzado para colmar por siempre los corazones de su segunda familia.

Tal vez destino, tal vez exceso de encanto, su alma inconclusa no aguantó, y se fue muy temprano, esperando, seguramente, un poquito más.



Hoy el salón rebalsa de gente que vino a acompañar.
Desde una esquina, errante y penosa, llega la voz de un genio con dotes de cantor que le ofrenda su "Virgen Morenita". En su versión más desgarradora.
Entre llantos y abrazos, su guitarra eleva plegarias tristes y acompaña el canto como quien respira un sollozo. Sus cuerdas vocales se estremecen y parecen tender puentes invisibles para aunarse con cada uno de los presentes.

María oprime inconscientemente su angustia.
Ella no sabe sufrir por estas cosas, la vida le ha enseñado que solo el hambre y algunos pocos dolores físicos, son dignos de ser sufridos.
Las penas del corazón no deben perdurar. No hay tiempo ni recursos para eso.
A su lado las dos hermanas mayores que el tiempo le había regalado a Morenita, quieren calmar su lamento intentando secarse una a otra las lágrimas.
Eternas e hirientes gotas que se escurren entre sus dedos y prosiguen su camino.
Al ver a las chicas tan abatidas, María cree entender el amor que sentían por su hijita, como si las tres hubiesen sido verdaderas hermanas de sangre.
La tristeza de esas niñas es tan genuina como contagiosa.
No le gusta verlas así. Y aunque su corazón es duro, el dolor de ellas parece calarle profundo.
Luego de un momento de aparente profunda reflexión, se acerca a las nenas y con voz trémula y bajita, casi al oído, casi con miedo, les ofrece, para consolarlas, si quieren quedarse con Alan, su hijo más chiquito, que es tan lindo y gracioso, como era Morenita.



No hay comentarios: